Y sí, lo estoy. ¿Cómo no estarlo? Cuando llevo interminables minutos sintiendo las caricias de tus ojos sobre mi piel, mientras me observabas desde el otro lado del local, donde degustabas una copa, devorándome con la mirada, pausadamente. ¿Cómo no estarlo? Cuando sabía lo que me susurraban tus labios, sin escucharte pronunciar las palabras que tanto anhelaba mi cuerpo.
Minutos eternos… Viéndote tocarte por debajo de la mesa, por mí…
Yo cenaba frente a mi marido, en el restaurante acordado. Tú, desde antes, permanecías en una discreta mesa, comiendo algo sin muchas ganas. Tu hambre se centraba en otra cosa, y yo era la que debía saciarlo. Y la única a la que necesitabas… Eso me tenía excitada, tremendamente caliente. Me deseabas, tanto como yo te deseaba.
Sí. Todo acordado… Meses planeando el día en el que me verías entrar, por vez primera, por la puerta de ese anodino local que, encarecidamente, me habías sugerido. Demasiadas charlas sabiendo que era algo que probablemente nunca ocurriría, pero que nos excitaba tanto a ambos que no queríamos cerrar la puerta a esa posibilidad. La posibilidad de que el deseo se convirtiera en carne chocando contra carne, en vez de palabras escritas y leídas, de forma desorganizada, cuando nos comíamos a besos en la pantalla del ordenador. Sí, todo planeado; incluso la ropa que querías que llevara, sin bragas bajo la falda, para que mojara la tapicería de la silla en la que estabas seguro que me sentaría. Donde tantas veces te habías sentado tú, y acariciado la tela, imaginando que allí se restregaría mi culo algún día, al mirarte por fin a la cara.
Y allí estábamos… Mi marido comiendo, ajeno a lo que yo sentía desde que había entrado por esa maldita puerta. Tú, excitado hasta el extremo de no haber tenido que tocarte para que esa erección, que habías prometido mostrarme, se presentara. Yo, vestida sin bragas, accesible si alargabas la mano, y mojada desde que había emprendido el viaje.
Los tres, danzando lentamente con la dulce sensación de que el círculo se completaba. Habías acudido a la cita, y eso ya era para mí todo un logro. Había temido tanto que no aparecieras.
¡Qué horrible habría sido sentarme en esa silla, que para mí habías elegido, y no tenerte cerca!
Me imaginé tantas veces llorando porque no te encontraba… Porque al final no llegabas a meter la mano entre mis piernas, para regalarte la humedad que en ella despertabas. Me vi tantas veces sola en ese restaurante, mirando mi triste comida, suspirando sin entender por qué no habías aparecido. Tanto miedo que tuve antes, tanta ansiedad por sentirme abandonada, tanto dolor por la horrible sensación de vacío… Porque si me lanzaba, y no aparecías, todo habría terminado.
Sin remedio.
Y nadie sabía lo mucho que te necesitaba…
Sentir la deliciosa exigencia de restregar los muslos mientras te sabías deseado, con todas mis fuerzas… Y haber gozado de ese primer momento en el que la mirada femenina chocó con la masculina, y el estómago y la entrepierna vibraron como si el contacto ya se hubiera realizado.
Sentarme en la silla y buscarte. Verte ofreciéndome un saludo con tu copa en alto. Y sentirme morir al saber que en breve estarías dentro de mí, empujando, bombeando, destrozándome las entrañas que mil veces habías calentado.
El baño. En ese instante solo podía pensar en ese puto baño.
Me habías enviado fotos, para que lo conociera. Querías que me imaginara las baldosas, para que me viera empotrada contra ellas; mi cuerpo pegado al tuyo, elevada sobre tus caderas, y tus manos aferrando mis nalgas, y abriendo mis carnes para brindarle a tu polla cobijo en mi culo.
O la encimera del lavabo. Obligarme a inclinar mi cuerpo sobre el mármol pulido mientras descubrías con rudeza la parte que ocultaba mi falda. Sentirte meter en mí los dedos, y regocijarte por la humedad encontrada, tantas veces soñada. Verte, a través del espejo, llevar después los dedos a tu rostro, y aspirar mi aroma mirándome a los ojos, a través de mi reflejo, y luego devorar mi sabor con rictus lascivo y morboso. Verte taladrarme a través de la imagen reflejada, y descubrirme gozar de tu cuerpo, tan largamente anhelado. ¡Y, por Dios! Sentirte bien dentro… Por fin sentirte…
Ese baño al que sabía que acudirías, ahora que te habías presentado…
Fingí mi disculpa ante mi marido. Algo de la cena no me había sentado bien, y necesitaba ir al servicio. Sabía que él no preguntaría mucho, puesto que era normal que me excusara. Llevaba meses haciéndolo, para acostumbrarlo a mi tardanza en el baño de los restaurantes. Ausencias cada vez más largas, controladas por reloj, sabiendo el momento justo cuando él comenzaba a preocuparse y podía acudir a buscarme. Pruebas en las que me había apoyado en la taza del váter, levantando una pierna sobre la tapa, y me había masturbado como una loca, de lo excitada que estaba con cada escapada, imaginando que eran tus dedos, y no los míos, los que recorrían mis pliegues en busca del preciado premio que quería brindarte.
Mi orgasmo…
Si cuando me viste levantar te dio un vuelco el corazón, no lo demostraste. Por mi parte el mío se desbocó de tal manera que realmente no tuve que fingir indisposición alguna. Mi cuerpo temblaba ante la inminencia del contacto con el tuyo, del palmeo de tus manos sobre mis nalgas, de los besos de tus labios sobre mi cuello caliente.
Te levantaste a las espaldas de mi marido, sin verte él, y con una servilleta ocultaste la tremenda erección que me esperaba. Te vi sacar de la cartera algunos billetes, que despreocupadamente dejaste sobre la mesa, para pagar la cuenta. Y caminaste rápidamente hacia el baño, sabiendo que desde hacía tiempo no entraba nadie, y que por suerte había pocos clientes que pudieran precisar del servicio. Desapareciste tras el biombo que ocultaba las puertas, y supe que no podía retrasarme en acudir al encuentro.
Mi coño latía con fuerza.
Me excusé lo mejor que pude y casi corrí hasta la puerta. Tuve que parar un momento antes de girar el pomo, al darme cuenta que atrás dejaba al hombre con el que estaba casada, y que dentro estaba, sin embargo, el hombre al que deseaba. Una punzada de miedo me dejó sin aire, justo en ese instante. Lo que quedaba atrás era lo más serio que había tenido nunca, lo mejor que me había pasado hasta ese momento… Y sin embargo, lo más asombroso era la poca importancia que le daba al hecho de dejar a un lado una creencia que se suponía debía respetar. La fidelidad… Increíble que tanto lo hubiera meditado, tantas veces hubiera desechado la alocada idea, y que ahora, casi sin creerme que pudieras aparecer en este restaurante, casi acudiendo yo por el mero hecho de no ser la que se rajara primero, estuviera a punto de caer.
Aparecería, había pensado siempre. Otra cosa es que corriera a tu encuentro…
La foto de tu silla era de las que más me gustaban. Un rincón tranquilo, de un restaurante cualquiera. Ese lugar que habías escogido para imaginarme y espiarme, para observarme por vez primera, al estar nuestras presencias tan cerca la una de la otra. Desde ese sitio me habías escrito tantas palabras, tantas fantasías me habías enviado, tantas veces habías hecho que me corriera, guiado mi orgasmo por las letras perversas que me dedicabas… Era tu feudo, y yo una extraña. Allí te quería sentado, donde me habías amado tantas veces, donde había vibrado tu polla con mis fotos. Desde ese sitio me habías hecho sentir infiel… me habías convertido en pecadora. Allí habías despertado mi lujuria, hasta el punto de conseguir que quisiera traspasar el umbral de la puerta que cambiaría mi vida para siempre.
¿Y él? ¿Qué pasaría después? ¿Volvería a estremecerme entre los brazos de mi marido tras dejarme poseer por ti en ese baño? ¿Conseguirías que sus besos parecieran simples juegos infantiles comparados con los tuyos? ¿O no estarías a la altura? ¿Te había idealizado, te deseaba solo por cómo te imaginaba, y no por lo que eras?
¿A dónde iban a ir los putos besos de mi marido, tras perderme en tus labios?
Y yo quería morir cada vez que me lo escribías. Quería creerte, quería llegar y encontrarte, quería entrar en el baño y probarte.
¿Era difícil dejar a mi marido sentado en su silla mientras yo corría a entregar mi cuerpo a un amante? A solo unos malditos metros, con un endeble tabique en medio, expuesta a perderlo todo si éramos descubiertos… El mayor problema, si dejaba de engañarme, no era ese. Era, simplemente, cómo no desearlo… ¿Cómo no necesitar que la traición, ya que era cometida, no fuera completa? Morboso y horrible deseo el mío, que unido al tuyo, había urdido que fuera en su presencia nuestro primer encuentro.
¿Qué pasaría cuando volviera a mi asiento, a tomarme el café, el licor… y con toda seguridad algo de agua para calmar la sed de mi garganta tras lo jadeos? ¿Cómo miraría a la cara a mi esposo, cuando me preguntara cómo me encontraba?
Muy mala esposa… muy mala…
Y allí estaba ahora, frente a la puerta del baño, con el pomo de la puerta en la mano, un interminable segundo. Y allí estabas tú, tras la puerta del baño, con la polla en la mano, esperando a que diera el paso…
Algo estaba claro… Al menos me habías tentado, hasta el punto de haber conducido mi voluntad hasta tu encuentro. Y lo que quedaba atrás… ya se vería qué pasaba con lo que quedaba atrás cuando saliera del reservado.
Recompuse mi imagen mientras giraba la cabeza, y lo observaba, a través del biombo, mientras mi marido pedía el periódico y lo abría por cualquier sección, afrontando lo que sabía que sería una larga espera.
Abrí la puerta y me oculté, para llegar a tu encuentro.
Tu voz.
Claro que lo sabía. Y más locura aun que no importara nada, salvo el deseo.
Tus manos me aferraron con fuerza y me abrazaron con ansia mientras tus labios devoraban el último resquicio de fidelidad que podía quedarle a mi condenada alma. Entregada a ti, rendida y excitada, me dejé saborear como nunca antes lo había hecho por el hombre que desde hacía meses calentaba mis entrañas. Me abrazaste, me tocaste grosera y dulcemente, y me apoyaste contra la puerta mientras subías los bajos de mi falda, complacido de no encontrar la maldita prenda que pudiera dificultar la tarea de pervertirnos el uno al otro. Tu polla ya estaba fuera de tu bragueta, y aunque estabas como loco para que te la comiera sabías que este primer polvo iba a ser violento y salvaje, y que no había tiempo para rodeos. Ninguno lo necesitaba en ese momento.
Solo teníamos unos pocos y lujuriosos minutos.
Me alzaste entre tus brazos para tenerme al mismo nivel, cara a cara. Mis piernas se aferraron a tu cintura, y mis manos a tu cuello. Te olí, y me olvidé del mundo; te miré a la cara y supe que no éramos dos desconocidos.
Sostenías mi peso contra tu cuerpo y la puerta de madrea del baño. Las manos se te escapaban a mis nalgas, recorrían mis muslos y probaban la humedad despertada por noches y noches de espera y entrega. Te sentí aferrar tu miembro bajo mi cuerpo y me estremecí sabiendo que era imposible la vuelta atrás. Me ibas a follar, y yo te había abierto las piernas para ello.
Tu polla se deslizó entre mis pliegues y por un momento te vi dudar, sin saber si yo te negaría la entrada. Era lo acordado, pero aun así creíste que me podría arrepentir en el último instante. Sexo anal, íntimo contacto. Nada de rodeos, nada de preámbulos. Directo, estremecedor y obsceno.
Lo sabías… y yo también. Allí te deseaba.
Tu polla buscó mi culo y presionó sobre el estrecho agujero. Sentí la dureza del glande al abrirse paso a medida que dejabas caer mi peso para ayudarte a penetrarme. Me abriste casi de un solo empujón, no sin cierto dolor, pero con un enorme sentimiento de necesidad satisfecha que compensó la molestia. Me miraste, entonces, lujurioso, justo antes de aferrar mis nalgas y la cintura, y presionando contra la puerta, te metiste una y otra vez dentro, sintiendo mi resistencia, gozando la estrechez y la humedad que habías provocado antes, y que ahora habías aprovechado. Dentro y fuera, una y otra vez. Lentamente, disfrutando de cada embestida, haciéndome gemir con cada movimiento.
Mirándonos, enloquecidos, con ojos devotos, cada vez que tu polla se clavaba hasta el fondo, y cada vez que nos arrancábamos jadeos, entre labios mordidos y lamidos por lengua ajena. Sintiendo que estaba a punto de correrme, con el violento chocar de tu maldita pelvis contra la mía, me guiabas de manera inexorable hacia el bendito orgasmo que en presencia me debías. Y sintiendo como tu polla se enardecía por el constante bamboleo en mi interior, y que cada vez te costaba más mantener el ritmo lento que habías prometido, con el que pensabas torturarme.
Despacio, me habías dicho siempre. La primera vez me follarías despacio, y profundo. Sentiría como tu polla me recorrería por entero desde el capullo a los cojones, estrellándolos contra mis nalgas. Daba igual la postura que surgiera, me la meterías por el culo sin prepararlo siquiera, y me empalarías una y otra vez, arrancándole a mi garganta quejidos de dolor y gozo, hasta que te clavara las uñas en un sublime orgasmo. Destrozándome el culo, así querías que fuera nuestro primer encuentro. Que me doliera después, y te recordara salvaje cuando fuera otra vez a sentarme a la silla reservaba, junto a mi esposo. Que la marcara con mi humedad y tu esencia al deslizarse de mi cuerpo a la tapicería, que allí se quedara el recuerdo de nuestro encuentro furtivo, donde pararte luego a comprobar que había sido real. Que me habías poseído, brutal e incansable, hasta que pidiera clemencia.
Imaginarte lamer el forro de esa puta silla, cuando no mirara nadie…
Y así me follaste entonces, desesperado, ávido por derramarte. Y así te recibía yo en mi interior, necesitada y abierta, gimiendo con cada empuje de tu cuerpo contra el mío, con cada mirada que clavaste en mis ojos, con cada beso que me arrancaste de los labios entreabiertos y resecos por los jadeos.
El loco movimiento que adquirieron tus caderas me hizo golpear con violencia la madera de la puerta. Temí poder ser descubiertos, pero a la vez me excitó tanto la idea que nos fueran a escuchar desde el restaurante, que solo bastaron unas cuantas embestidas más para sentirme estallar contra la dureza de tu pelvis, que se rozaba contra mi entrepierna abierta en constante presión premeditada, consciente de que me matabas de gusto con el baile de tus caderas. Caliente y mojada me querías. Abierta y entregada me deseabas. Y corrida, me necesitabas con la mayor corrida que yo recordara. Y así te la brindé, enloquecida, mientras me destrozabas con tu polla y te seguías restregando contra mí, torturando mi cuerpo y mi alma.
Y al poco gemiste contra mi boca, entregándome tu leche, enterrándote por entero. Jadeaste, y hundido, quisiste que te mirara mientras en ese último instante te fundías conmigo.
Empalada me quedé, satisfecha, sudorosa y entregada. Ya podía venir quien quisiera a abrir la puerta, que me iba a importar muy poco que me encontraran con tu polla en mi culo, la falda a las caderas y tu boca lamiendo mis labios, recogiendo el sabor que mis gemidos habían dejado en la mía.
Comments 3
El deseo, a veces, tiene dueño…
Aunque otras veces vuela libre… y no es necesario especificar…
Una delicia leerte…
me ha encantado la idea de restregar los jugos sexuales por la tapicería de la silla y saber que el causante vendrá a comprobar la faena.
brillante!!!
Retrato descriptivo de una Infidelidad anunciada, terriblemente morboso desarrollado en un ambiente diferente con sesgos peligrosos pero encarrilados en buen final.Como nos tiene acostumbrados la Escritora se luce fiel a su estilo,pulcro, incisivo, detallista, con visos de perversidad…
Muy bueno….
Néstor (Virus)