Toda la mañana comiendo chocolate. Y no foie…
Acababa de abrir mi segunda tableta cuando sonó el teléfono. Era una buena amiga mía, preocupada porque no había dado señales de vida desde el viernes por la noche. Y ya era martes…
La despaché rápido, mucho más de lo que merecía tras estar desaparecida cuatro días sin contestar a sus mensajes. Pero es que hablar con la boca llena del goloso alimento, y conseguir no babear al hacerlo, no era lo recomendable.
Necesitaba chocolate porque andaba excitada desde el viernes. Porque había conocido a un hombre muy atractivo esa noche, y no había tenido el valor de irme con él. Tal vez eso había sido lo más sensato, pero tener la mente tranquila no hacía que se calmara mi entrepierna.
– ¿Seguro que estás bien?- me había preguntado mi amiga, al otro lado de la línea telefónica.
– Todo lo bien que se puede estar cuando te sientes una completa imbécil-, le había contestado yo, tratando de tragar el chocolate antes de hacerlo-. Tranquila, se me pasará en cuanto eche un buen polvo.
El problema radicaba en que no estaba segura de ello. Mi novio nunca había conseguido excitarme tanto, y eso que a fuerza de insistir en acostarnos al final había resultado ser un buen comensal entre mis piernas.
Pero aquel hombre, sin apenas rozarme, había hipnotizado mis sentidos. Mi oído se quedó prendado de sus palabras, obscenas y viciosas. Encendió mi mente con tanta rapidez que me derribó las defensas sin apenas haberlas levantado.
Llevaba suspirando por él desde el viernes por la noche.
Había puesto la televisión, sin ganas de ver nada. Había intentado leer, pero con escaso avance por las páginas del libro. Había ido a trabajar, pero no había sido nada productiva. Y había intentado dormir, pero me pasaba las horas llevándome la mano a la entrepierna, buscando el desahogo de un orgasmo.
Pero, aunque me corría, seguía sintiéndome vacía.
A poco que me despistara lo tenía metido en la mente. Alto, atractivo, musculado, elegante… ¿Por qué habían hombres así? Hecho para el pecado, sin duda alguna. El demonio lo había creado para llevarse las almas de las chicas tontas como yo al infierno. Y la mía tenía muchas ganas de perderse entre las brasas, con tal de ser poseída por semejante hombre. Total… si de perder la cabeza se trataba, mejor pasar la eternidad rodeada de tentaciones malsanas, gemidos y piel marcada a base de arañazos y esperma.
Menos mal que mi mente, de vez en cuando, reaccionaba y me daba un bofetón bien merecido. Aquel desconocido podría haber sido cualquier demente, un pervertido, el mayor asesino en serie jamás capturado, o cualquiera de las ideas atroces que me pudieran pasar por la cabeza. Haberlo seguido hasta su moto podía haber sido una locura; haber aceptado el segundo casco, haber abierto las piernas para encajarlas a ambos lados de su cuerpo y aferrarlo en el momento en el que se pusiera en marcha…
Más chocolate.
La sensación de sentir arder el cuerpo es agradable al principio, pero muy molesta cuando llevas ardiendo varios días. No había aerobic en el gimnasio para tanto chocolate. Y yo hacía un par de semanas que no pisaba el gimnasio. Mi amiga opinaba que ese era uno de los problemas, que no conseguía canalizar el exceso de energía de forma adecuada. Ella y su misticismo. Yo pensaba, simplemente, que necesitaba la boca de aquel hombre haciendo su trabajo en los puntos de mi anatomía más necesitados de atenciones.
Y, el más importante, era mi oído.
Adoro el sexo en el que un hombre te seduce con el habla. Me embauca una buena conversación, una palabra zalamera, una lengua revoltosa dentro de la boca, acariciando las letras al dejarlas escapar de entre los labios. Una lengua que poder imaginar mientras me seduce. Una lengua que se empecina en marcar senderos de saliva por la piel encendida. Y una boca cubriendo los pezones, mientras los dedos viriles se introducen en la mía, buscando que los chupe.
Era normal que no me estuviera concentrando en el trabajo, si no conseguía apartarlo de mi mente. Sus pantalones ceñidos a la cintura, marcando su virilidad, y sobre todo sus nalgas duras y contorneadas, me perseguían por todas las estancias de la tienda, acosándome con cada arruga de tela, con cada sombra, con cada bulto… Aquella noche la chaqueta la llevaba ajustada, imagino que como la suelen llevar los moteros. Bajo ella, una camisa perfectamente planchada, con las mangas recogidas a la altura del codo, se tensaba con sus movimientos mientras cambiaba de postura al revolotear a mi alrededor, en modo acoso y derribo.
¡Y vaya si me había derribado!
La verdad era que me encantaban los hombres maduros. Rondaba los cuarenta, con alguna que otra cana en el cabello, perfectamente peinado a pesar de haber llevado el casco puesto. La presencia de ejecutivo conquistador lo hacía prácticamente irresistible. Asequible, no como los ricachones que se empeñaban en describir las escritoras de moda. Un hombre con el que te puedes encontrar en el supermercado, vestido con vaqueros, eligiendo un buen vino y algo de foie para cocinar esa misma noche, únicamente con un delantal puesto. Un sibarita que se cuidaba, que le gustaba seducir, que disfrutaba con las cosas buenas sin llegar al despilfarro.
Un hombre que te sujetaba los brazos en la espalda mientras te follaba a cuatro patas.
Más chocolate. ¡Mierda! Se había terminado.
Pensando en que debiera vestirme para ir a la tienda en busca de más, y no de foie precisamente. Y, seduciendome la idea de preparar una buena cena, rodé por la cama hasta quedar boca arriba. Mi respiración seguía agitada, como los cuatro días anteriores. La piel quemaba y la boca continuaba con ese sabor amargo producido por la decepción. Y el arrepentimiento. Porque, no podía engañarme… me arrepentía de no haberlo acompañado esa noche. Mi sibarita truhan no tenía pinta de ser un asesino en serie. Aunque a aquellas alturas de cocción a fuego lento que llevaba por mi calentura poco me habría importado que me hiciera un par de cortecillos de nada si mientras me iba rellenando con su polla las entrañas.
Me levanté como un resorte con la idea en la cabeza. Ciertamente tenía que escapar de aquel círculo vicioso en el que se había convertido mi vida desde la otra noche. Un hombre no podía hundirme la moral por muy guapo que fuera, y por muy bien que cocinara el maldito foie, luciendo trasero desnudo y apetecible entre las telas de un delantal tan negro como sus cabellos.
Chocolate. Chocolate. Chocolate…
Me quité el pijama de Snoopy. Sí, ¿algún problema con el perrillo? En casa me pongo cosas ridículas; cuando salgo a la calle es otra cosa. Me enfundé a la carrera un vestidito veraniego de lo más sexy para salir de mi casa. Mis padres estaban de viaje y yo había heredado el fuerte, y lo protegía como mejor sabía: no dejando que ardiera la casa. Y lo único que se me ocurrió, saliendo por la puerta con algo de dinero en la mano, fue mirar si dejaba abierta la llave del gas.
Bajé por las escaleras de forma casi atropellada, y en un momento me vi en la calle. La tienda de barrio a la que pensaba ir estaba a una manzana de mi portal, por lo que me dispuse a disfrutar del aire fresco de la tarde y a tratar de apartar de mi mente al dandi salido del averno. Pero me resultó imposible. En la entrada del establecimiento de ultramarinos me detuve, y cerré los ojos para dejar que mis fantasías cobraran vida una vez más. Mi adonis estaba en el mostrador de refrigerados, con el paquete de foie en la mano, y una botella de vino nada barata en la otra. Se me antojó imaginarlo curioseando también una pieza de queso, y algo de pan para terminar de completar el menú de la noche.
No pude recrearme en la vestimenta de mi fantasía, porque eso de pasar un rato en la puerta de una tienda, mirando con cara de lela sin haber nadie donde miras no tenía que ser buena señal. Y sin perder de vista mi objetivo entré en el establecimiento, pasando de largo de la zona de refrigerados, donde el aura del diablo hecho hombre continuaba llenando el espacio. Me hice con un par de tabletas de chocolate, y ya me dirigía la zona de caja para pagar cuando necesité dar media vuelta e ir a ver cuánto valía la condenada tarrina de foie. Menos mal que junto con las monedas sueltas había cogido también la tarjeta de crédito.
Al volver a casa portaba en una bolsa de papel tres paquetes de chocolate con leche extrafino, y sin almendras, que engordan. También llevaba una botella de vino que seguramente no sabría apreciar, una cuña de queso que tenía casi más años que yo, y una porción de un foie carísimo que probablemente estropearía nada más encender el fuego de la cocina, ya que en la vida lo había preparado. También llevaba pan, pero era de lo normalito que se solía comprar en una tienda los martes por la tarde.
Al entrar en casa volvió a mí la sensación de pesar. Me estaba dando cuenta de que estar encerrada era mucho más estresante que andar haciendo cualquier cosa. Sobre la mesa del comedor, al lado de la entrada, estaba aún el pequeño bolso con las tres cosas que solía llevarme cuando salía de noche. Junto a ellas, compartiendo espacio, estaba la tarjeta que el diablo me había entregado, con su número de teléfono.
El demonio siempre sabe como tentarte…
No me había atrevido a coger el bolso y sacar la tarjeta. Tenía miedo de no ser capaz de controlar el impulso de coger el teléfono y marcar su número. Y allí había continuado, sepultado con todo lo que se me ocurrió echarle encima para verlo poco. Pero, como en ese cuento en el que se sepulta un cadáver y el latido del corazón te atormenta, y te hace enloquecer, a mí aquella maldita tarjeta me pedía que la tomara, a veces con palabras zalameras, y otras veces con exigencia y apremio.
Casi me había comido otra mitad de una tableta sacando los víveres para la cena cuando decidí que el foie había que cocinarlo desnuda. Me fui al dormitorio, dejé el vestido sobre la cama de cualquier forma, y colocándome unos tacones negros volví a la cocina sin otra prenda de ropa. El delantal de mi madre no era tan sexy como el que veía en mis fantasías, pero no podía encender el fuego de la cocina sin algún tipo de protección. Le hice una lazada por delante y observé el efecto de mis nalgas escapando por la parte de atrás de la tela. Estaba realmente sexy.
Volví a la cocina y desempaqueté los víveres. Tostar pan, sacar una plancha para el foie, cortar el queso, poner a enfriar el vino… Fui haciendo todo meticulosamente, prestando atención a cada detalle, pensando que el diablo estaba sentado a mi espalda, observando mi culo moverse cada vez que yo daba un paso.
Él, vestido con una ligera bata cogida de mi dormitorio para cubrirse algo las partes nobles, estaba sentado justo detrás, con las piernas cruzadas y los pies desnudos. En la mano tenía una de las copas que había sacado para el vino, y que él se había servido generosamente, tras apreciarlo en un ritual que yo no podía comprender. Serví el queso mientras me lo imaginaba empalmándose, llevándose la copa a los labios. Saqué las rebanadas de pan del horno mientras lo vi separarse los bajo de la bata, y dejar a la vista una enorme erección, dispuesta a usarme tan pronto me acercara a reclamarla. Se reclinó en la silla y esperó, y yo empecé a sudar pensando que no podía ser nada bueno tener aquellas fantasías mientras cocinaba.
O en cualquier momento. En verdad ya no podía apartarlo de mi mente.
Me llevé otra onza de chocolate a la boca mientras rebuscaba en mi mente la respuesta a por qué me sentía tan atraída por aquel completo desconocido. Había entrado en el bar dejando la moto aparcada justo en la puerta. Pude oírla cuando llegaba. Lo observé poner un pie en el suelo, y acto seguido pasar la otra pierna sobre ella para bajarse. Se quitó el casco integral cruzando la puerta acristalada, y durante los dos pasos siguientes se fue bajando la cremallera de la cazadora entallada, dejando ver la camisa de listas azules y blancas. Se desenroscó del cuello una bufanda ligera, y la metió en el interior del casco, junto con unos auriculares. Y al llegar a la barra dejó el casco sobre la madera barnizada, se quitó la chaqueta, y mirándome directamente a los ojos, empezó a quitarse los guantes.
Lentamente…
El cazador se había fijado en su presa, pero yo en ese momento aún no me sentía en peligro.
Veinte minutos más tarde, y tras intercambiar tantas miradas que había perdido la cuenta, la distancia entre ambos se había reducido a unos veinte centímetros de madera. Su casco a un lado, y mi bolsito al otro. Sus ojos llameando buscando los míos, y yo sin saber donde meterme para no abrir la boca e ir en busca de su lengua. Mis manos jugaron con la idea de aferrarse a sus cabellos mientras compartíamos un primer beso devastador, con las suyas envolviendo mi cintura para atraerme entre sus piernas y apresarme hasta dejarme sin aliento.
Nada de eso pasó…
Sólo lo escuché hablar. Seducirme con las palabras bien elegidas, que seguramente tantas otras veces habían tenido el mismo efecto en otras muchachas como yo. Lo dejé avanzar sin importarme si estaba cayendo en sus redes, pensando que podía controlarlo, que tenía aún poder sobre mí misma. Una pena no darme cuenta de que me había embrujado un poco antes, cuando tomó mi mano, y avanzando hacia la puerta, me instó a que lo siguiera.
Di un par de pasos, pero paré. No lo seguí…
Y, sin embargo, no perdió la sonrisa seductora. Se acercó nuevamente a mi cuerpo y pasó la bufanda por detrás de mi cuello. Levantó los cabellos para que sintiera la tela en la nuca, y sus dedos al hacerlo. Acarició los mechones, y los agarró con la mano un leve instante, prometiéndome el infierno en la tierra. Y me consumí en ese contacto. Tiró de ambos extremos de la bufanda, acercando mi rostro al suyo, apartando el aire viciado entre los dos. Y allí, a escasos centímetro de sus labios, me dejó oler su piel y su saliva, perversas las dos.
– No te lo voy a decir dos veces…
Mis labios casi pudieron saborearlo.
Pero no lo seguí. No me atreví a hacerlo, y me quedé plantada en medio del bar, sintiendo como desenredaba la bufanda tirando de un solo extremo, para luego ir a colocarse alrededor de su cuello. Se colocó uno de los guantes antes de extenderme su tarjeta. La cogí por el otro extremo, sin atreverme a un nuevo contacto. Estaba segura de no ser capaz de resistirme si volvía a tocarme.
– Preciosa… vas a tener que buscarme tú.
Y así se apartó de mí; volvió a colocarse el casco y montando con agilidad en su moto desapareció de mi vista. Entre los dedos temblaba la tarjeta, negra con letras plateadas, que no quise ni leer.
Y allí lo tenía ahora.
Mi mente no dejaba que lo ignorara. Lo sentía detrás de mí, envarado, con la bata abierta, esperando mis carnes acopladas a las suyas. No decía nada, y eso me ponía aún más nerviosa. En el bar no había dejado de hablarme, envolviéndolo todo. Aquí, mi diablo imaginario se relamía los labios pensando en qué se llevaría primero a la boca. Y yo tenía tantas ideas para ofrecerle como él necesidad imperiosa de devorarme.
Al fin iba a ser cazada.
Lo sentí agarrarme el culo cuando iba a poner al fuego el foie. Las llamas del fogón bailaron en mi rostro mientras me sujetaba de los cabellos para inclinarme sobre la encimera, exponiendo aún más el brillo de mi entrepierna, cálida y necesitada. Su mano resbaló con posesión por la espalda, presionándome contra la madera. La otra mano me separó las nalgas, y yo cerré los puños sabiendo que iba a ser follada.
La polla me empotró contra el mueble con fuerza, y me hizo gemir como llevaba días deseando. Se quedó incrustada hasta el fondo, mientras su pelvis se frotaba contra mis nalgas, y su mano me impedía elevar la espalda para poder mirarlo.
– Esto lo podías haber tenido hace días…
Y, ciertamente, lo llevaba necesitando tanto tiempo que no me importó que el bandido me estuviera follando en la mente, porque para mí era tan real como la cocina contra la que me tenía ofrecida.
Se retiró lentamente para empezar a empujar contra mi culo sin darme tregua, tan rápido que los jadeos no me permitían recuperar el aire que se me escapaba. Tenía la polla dura, gruesa e incansable. Se la estaba empapando con cada embestida, y la visualicé brillante cada vez que salía de mi coño. Imaginé mis pliegues separándose para acogerla, envolviendo su verga y dejándose quemar por la rapidez con la que se movía dentro de mí. Lo sentí enterrarse una y otra vez, gemir satisfecho por tenerme al fin ofrecida, complacido por haberme convertido en su putita.
Me cogió las manos y las sujetó a mi espalda, cruzándolas para dominarme con una sola mano. La otra la introdujo en mi boca, para que succionara sus dedos un momento antes de bajar a esconderlos en mi entrepierna.
– No tientes al demonio… Conmigo no se juega, preciosa.
Yo jadeé mientras usó mi cuerpo de espaldas, o mientras me hizo cabalgarlo, sentado en la silla, con mis pezones metidos en la boca y sus manos moviendo mis nalgas sobre su pelvis. Dejé que me tumbara sobre la mesa, separara mis piernas y me follara encajando sus caderas tan fuerte que a veces sentí que me rompería por dentro. Dejé que me aferrara de los cabellos y me usara la boca, obligándome a abrirla para recibir su polla perversa hasta casi atragantarme, de rodillas frente a sus piernas, con mis manos extendidas en su vientre, queriendo marcarlo con las uñas.
Lo sentí de mil formas, y en cada una de ellas disfruté de lo que me había privado el viernes.
Y me corrí tantas veces que perdí la cuenta, mientras las llamas del fogón seguían bailando, y me masturbaba con la presencia de mi demonio introduciendo lengua, verga y dedos por donde quiso hacerlo. Le rendí mi cuerpo dolorido y lo usó para su disfrute, y sobre todo el mío.
Aunque eché en falta su semen esparcido sobre la piel que había golpeado con su miembro erecto.
Estaba desmadejada sobre la mesa, con las piernas abiertas y los dedos mojados tapando la entrepierna, cuando recobré cierta conciencia sobre donde estaba, y lo que había estado haciendo. Mi diablo se masturbaba lentamente junto al fuego, con la polla más tiesa que hubiera imaginado en la vida. Disfrutaba de mi imagen rendida en la mesa, abandonada al placer de la carne, para darse placer con cada movimiento de su mano. Me seguía deseando, y yo a él.
No podía ser que no estuviera saciada…
Cogí en un impulso la tarjeta de dentro del bolso, y pasando a su lado llegué a la encimera. Allí, junto con la copa de vino que no había llegado a probar, estaba mi teléfono móvil. Lo miré con miedo, pensando que los número podían marcarse solos tras aquella vorágine sexual, pero la pantalla no se iluminó al acercarme. Miré las llamas, y pensé que al final lo de tratar de impedir que se quemara la casa no había tenido el resultado que esperaba.
Arrojé la tarjeta al fuego, y la vi arder mientras en el rostro del truhán se dibujaba una mueca de asombro. Y mientras se consumía el papel su impronta se desdibujó en el aire, y su mano dejó de moverse sobre su polla envarada. Perdí de vista sus dedos, sus ojos y su boca, y me quedó el olor a papel calcinado, junto con las volutas de humo subiendo desde el fogón, esperando que dejara de fantasear y me centrara en la cena.
No hay que permitirle al diablo que te tiente. Sin tarjeta… no sería yo la que diera el siguiente paso.
El foie me quedó, al final, bastante bueno. Habría deseado chuparlo de sus dedos, pero colocado sobre una rebanada de pan recién tostado me hizo olvidarme, por un momento, de lo que dolía la vulva después de haberme restregado contra todas las superficies duras que encontré en la cocina.
No era bueno dejarse tentar… era cierto.
Pero estaba deseando volver a encontrarme con el diablo en el bar de la otra noche. Pero todavía era martes…
¿Todavía no me has llevado a tu cama? Estoy deseando ensuciarte las sábanas…
UNA MANCHA EN LA CAMA
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