Cena en un japonés. Mis amigas me estaban mimando mucho.
Las otras dos del grupo ya estaban sentadas en la mesa cuando Oriola y yo llegamos. Ellas dos también eran compañeras de trabajo entre sí, y su jornada laboral terminaba sustancialmente antes que la nuestra. Normalmente cuando llegábamos siempre habían tenido tiempo de almorzar, ir de compras y tomar un par de copas para luego darnos una enorme envidia cuando nos sentábamos a su lado, con cara de “lo que os habéis perdido esta tarde”.
Casualmente lo que siempre nos perdíamos era a un dependiente de zapatería que estaba como un queso, o un camarero que pedía a gritos que le dejaras una buena propina, y que le dejabas porque tenía la mandíbula más sexo de toda la ciudad. Cuando llegábamos Oriola y yo ya quedaban pocos hombres interesantes a los que echar el ojo. Tendríamos que plantearnos lo de cambiar de trabajo, y pasarnos a la empresa de las Olga y Olaya, las dos afortunadas.
Eran amigas desde la infancia, al igual que Oriola y yo. Nos habíamos conocido en la universidad el primer año de carrera. Eran el tipo de chicas que atraen con mirada tanto si eres hombre o mujer. A mí, simplemente, me cautivó el buen rollo que había entre ellas. De primeras pensé que eran pareja, de lo tan unidas que las veía siempre. Cariñosas y simpáticas, con unas inmensas ganas de pasarlo bien. Oriola y yo habíamos sido siempre más dedicadas al estudio que a la juerga, pero al conocerlas eso cambio… para peor.
Nuestro primer año de carrera fue nefasto para las cuatro. Demasiadas salidas, demasiados chicos, demasiadas noches de tertulia en el piso que al final acabaríamos compartiendo juntas. Al llegar septiembre nos quedaban la mayor parte de las asignaturas a todas, lo que nos hizo replantearnos las cosas. Yo no estaba dispuesta a pasar otro verano estudiando a destajo lo que no había podido entender en los meses anteriores, y convencí al resto de que lo más sensato era moderar el ritmo de vida.
A alguna le costó más que a mí aceptarlo. Pero al llegar el nuevo verano teníamos todas las asignaturas aprobadas.
Ahora, sobre todo a Olga, le iba muy bien en su trabajo. Ganaba casi tanto como nosotras tres juntas. También era cierto que dominaba tres idiomas desde la infancia, al ser sus padres profesores de la escuela oficial de idiomas. Supongo que también ayudaba que se hubiera liado hacía unos años con su jefe y que le hubiera subido sustancialmente el sueldo, pero era verdad que la chica valía, y mucho. Era condenadamente buena en lo que hacía.
Y no me refería a chupársela al directivo que tenía por encima de su cargo en el ascensor del rascacielos donde su empresa tenía las oficinas centrales. Que sesenta y ocho plantas daban para mucho… pero no era el caso. Siempre se habían cuidado mucho de mantener la relación lo más en secreto posible, y salvo al departamento de nóminas, que seguro que se olía algo, nadie en la empresa, salvo Olaya, sospechaba nada. Incluso me había pedido alguna vez que Octavio fuera a recogerla a la oficina para que sus compañeros se creyeran que salía con alguien ajeno al departamento. Mi ex nunca había podido hacerlo (tan liado andaba siempre el pobre teniendo una doble vida como para fingir también una tercera novia), pero el novio de Oriola se había prestado unas cuantas veces.
Vigilábamos desde entonces de cerca al novio de Oriola, por si las moscas… Y no por Olga precisamente. Que todas sabíamos que estaba muy enamorada de su jefe, y él de ella. Teníamos la esperanza de que en poco tiempo nos hiciera vestirnos horrorosamente de damas de honor para su boda secreta en alguna isla paradisíaca, con todos los gastos pagados, por supuesto. Ya, después, podrían enterarse todos en la empresa.
Mis chicas habían comprado, como no, alguna prenda de ropa. Lo que no me esperaba era que hubieran dedicado el tiempo a renovar mi vestuario, y no el suyo. Al parecer, invitaba ese día el novio de Olga, que tras enterarse de mi mala suerte con mi novio (ex, que no me entraba aún en la cabeza), había insistido en que a las mujeres siempre nos animaba un par de prendas de vestir sexys.
– ¡Mira qué cosas tan chulas te hemos traído!
Y me pasaron tres bolsas de tres tiendas donde ya te cobraban por respirar el mismo aire que rozaba las prendas.
Ciertamente, toda la ropa era preciosa. Tuve que llamar de inmediato a Orestes, el novio ricachón, para agradecerle el detalle. No era que me pareciera correcto que pensara que a un novio se le olvidaba sustituyéndolo por ropa, pero aquel mismo fin de semana había colocado yo mi consolador en el sitio de Octavio en la cama con las mismas intenciones. Así que el gesto era, en principio, igual de superficial que el mío.
Estaba mirando un conjunto de lencería del todo inapropiado para sacar de la bolsa en el restaurante cuando me llevaron la primera copa de vino.
– Esto voy a tardar en estrenarlo-, les comenté, pensando que ponerse tales encajes sin que los fuera a disfrutar un hombre era una pena, y andar lavando a mano prendas de diseño no se me daba nada bien.
– Eso ni lo sueñes. Tú te buscas un amante esta misma noche, aunque valga solamente para dos polvos.
Olaya era la única que permanecía soltera, y creo que en su fuero interno se alegraba de poder tener ahora a una amiga que fuera a ir de caza por las noches con ella, en vez de sentirse simplemente observada por nosotras tres, que teníamos pareja.
– Tú lo que quieres es que te quite a los moscones feos de delante, para que puedas ligarte a los hombres guapos.
– No lo dudes…
Nos echamos a reír mientras mirábamos la carta, aunque en los restaurantes japoneses siempre pedíamos básicamente lo mismo. Nos gustaba hacernos las interesantes, mirándonos por encima de las hojas, a ver si alguna se atrevía a pronunciar el nombre de alguno de los platos, con tan poco acento e idea que acabara despertando la risilla disimulada del camarero. Olaya había optado por pedir los platos por el número que acompañaba a la foto, tras tenerla muy gorda con una camarera de un restaurante del que casi nos echan y al que nunca habíamos vuelto.
– Lo de siempre, ¿no?
– Lo de siempre…
Si teníamos claro que la noche de chicas era para beber…
Nos contamos a grandes rasgos las novedades del día, que no eran muchas. Y Oriola tuvo la indecencia de confesar que me había encontrado en mi despacho con pinta de ir a descolgar el teléfono para llamar a Octavio.
– Traidora…
– Lo hago por tu bien-, respondió ella, cruzando las piernas en plan diva, dando a entender que estaba muy orgullosa de sí misma por haber sido tan oportuna-. Si llego a entrar tres minutos más tarde la tenemos que ir a buscar al hotel donde hubiera quedado con el muy cabronazo.
Era una pena que a esas alturas de semana tuviera tan poca fe en mi fortaleza mental, pero al final estaba en lo cierto. Había tenido demasiadas ganas de llamar a Octavio como para poder negar la evidencia.
No iba de haber estado enamorada de él. Iba de que seguía enamorada de él.
Mierda.
Probablemente la idea de intentar ligar aquella noche no fuera tan descabellada. Cualquier cosa sería mejor que pasar la noche del viernes llorando en mi casa, reviviendo la escena de la semana anterior. Los aniversarios eran muy malos para los recuerdos, y ya se cumplía una semana desde que estaba sin novio.
– No-, pensé-. Desde que te enteraste de que eras su amante. Rompiste con él el lunes por la mañana.
Mierda, dos aniversarios. Mejoraba la cosa por momentos.
– Pues vale-, sentencié, levantando la copa para soltar un solemne brindis-. Por la noche en la que me pienso ligar al tío más bueno del Martinies.
– Por la noche en la que piensas ligarte al segundo tío más sexy del Martinies-, contestó Olaya-. Que al más bueno me lo pienso llevar yo a la cama.
Reímos de buena gana. Nos hacía falta.
Me hacía falta.
Mis amigas levantaron las copas conmigo, y menos Oriola, lo hicieron convencidas de que se presentaba una velada memorable. Pero era porque Oriola me había visto flaquear, y no por nada me conocía desde la infancia. Sabía que lo estaba pasando tremendamente mal, y que me iba a costar superar el golpe que me había dado el capullo de mi ex.
Y no iba mal encaminada…