2 — No, estás de coña. — Ojalá -le respondí a Evelyn, que llevaba un rato dejando que me desahogada a gusto a través del teléfono-. Un auténtico imbécil, te lo digo de verdad. — ¿Por qué siempre te tocan los bichos raros? — Bicho raro no. Imbécil -le repetí, alzando la voz. Aquel gilipollas que me había sugerido que no me enamorara de él era bastante corriente, si obviaba el tamaño de su polla y que tenía una coneja de mascota. Y lo atractivo que me parecía. ¡Mierda!. Lo que me fastidiaba era haber acabado chupándosela al tipo más engreído de la galaxia. ¡Que él no pensaba enamorarse de mí! ¿Pero quién se había creído que era, el muy estúpido? Con sus aires de grandeza, ese atuendo tan interesante y elegante y sus juegos de palabras y rapidez a la hora de usar sus manos… ¡Era sólo un capullo! — ¿Y qué hiciste después de que se corriera? Me esperaba esa pregunta de mi amiga, que nunca había ocultado su necesidad de enterarse de la vida sexual de las demás, ni de medio país si se lo permitían. Cosa de que estuviera abonada a Telecinco y le gustaran las tertulias en ver de Saber y ganar, que lo daban en la dos y ella ni lo tenía sintonizado. Habría preferido que no me hiciera esa pregunta. Hasta yo me había sentido avergonzada después, cuando me vestí a la carrera, cogí mi bolso y mis zapatos y sin llegar a ponérmelos por las prisas, abrí la puerta y me marché del piso. Un piso inmaculadamente blanco en una calle que no conocía, pero por suerte intuía que no habíamos salido de la ciudad, así que tampoco me iba a resultar tan complicado regresar a casa. Cogí el móvil, busqué mi ubicación con el Google Maps y, tras comprobar que no quedaba demasiado lejos de una gran avenida, decidí que podía caminar hasta allí para parar un taxi. Media hora más tarde estaba en casa, pero seguía igual de enfadada. Todos los tíos me salían rana. — ¡Oye! Que te he preguntado que qué hiciste, monina. «Conejita, monina. ¿Qué iba a ser lo próximo?» — ¡Hola! Vale, no se había olvidado, la muy granuja. — Algo que no debí hacer… — Sin rodeos, que quiero todo lujo de detalles. «Esto va a doler…» — Me limpié la corrida de la cara… con su conejo. — ¡La hostia! Había resultado ser un animal bastante dócil al final. Cuando me levanté y me puse el vestido sobre el cuerpo, Mopita seguía al lado de la cama, mirándome con curiosidad. Sentía aún la leche de aquel malnacido resbalar por la piel de mi cara, y me dio tanta rabia que agarré al animalillo, que se quedó como petrificado en mis manos, y acto seguido me lo restregué por la cara, limpiando lo que su dueño había tenido a bien lanzarme como «pócima del amor». Mientras soltaba al conejo sobre la cama y mi amante gilipollas se quedaba con cara de ir a transformarse en un maníaco homicida, sin creerse lo que acababa de hacer, recé para no tener algún tipo de alergia al pelo de ese bicho y salí corriendo del piso. Llegué a escucharle llamarme «hija de puta», pero yo le devolví el cumplido soltando a mi vez un par de improperios que mi madre habría tachado de muy irrespetuosos. Por suerte, no lo había insultado a él. «A ella.» El pobre conejo no se lo merecía… Y era verdad. Ahora que me ponía a pensar en ello me había resultado bastante adorable a pesar de haberse cagado en mi vestido. Una bolita de pelo blanco, de ojos curiosos y hocico inquieto. Lo de llenarle el pelaje de la leche de su dueño había estado mal. Seguramente la habría llevado directa al baño para desincrustarle el pelo. Tal vez la habría puesto en remojo, y quizá a los conejos no les gustaba el agua. «Que no se hubiera cagado en mi vestido». Esperaba que no hubiera acabado rapándola. En cuanto llegué a casa aquella mañana puse una lavadora aunque las bolitas esas redondas no habían dejado marca alguna. Había ensuciado yo más mi ropa con todos los excesos que había cometido con ella que la pobre mascota, alcohol y humo del tabaco incluidos, pero no estaba dispuesta a dejarme comer por los remordimientos. El conejo no tenía la culpa –o casi- pero el dueño se lo merecía. Me fui al trabajo a la carrera. Llegué tarde. Mi jefa me miró fatal, pero era de esperar. — ¿No te salió un sarpullido o algo? Al llegar a casa también me había lavado bien la cara, aplicado una buena capa de crema hidratante… y vuelto a lavar la cara. En verdad me la había lavado cuatro veces, pero me daba vergüenza reconocerle eso a Evelyn, más que nada porque no sabía si lo había hecho por el gilipollas o por el conejo. «Dejémoslo en tablas». — Parece que no soy alérgica a los conejos. — Menos mal. Ya te puedes hacer lesbiana, que parece que con los hombres te va de puta pena. — Muy graciosa. Estaba hablando a escondidas de mi jefa, que había salido de la tienda en busca de cambio ara la caja registradora, y tenía que conseguir cortar la conversación como fuera. Usar el teléfono de la tienda para algo que no fuera atender a los clientes no le gustaba ni un pizco, y ya llevaba una bronca y no me gustaba recibir dos el mismo día. De pronto empezaron a sonarme mensajes en el móvil de forma muy escandalosa. Eso sólo podía significar que el grupo de WhatsApp de chicas estaba activo, ya que casi el resto de notificaciones la tenía en silencio. Es más, aquel grupo también permanecía callado de lunes a viernes en horario de oficina, porque cuando les daba por charlar aquellas mujeres no tenían medida. Pero con las carreras de esa mañana convertida en tarde no me había acordado de silenciarlo. Mis amigas sí que tenían mucho tiempo libre, porque la mitad vivía un poco del cuento… o de su familia. Que venía a ser lo mismo. Yo ese lujo no me lo podía permitir. Trabajaba casi de sol a sol en una tienda de ropa bajo el yugo de «la tirana», y salvo el domingo, en el que permanecía cerrada, descansaba apenas media hora para comerme un triste sándwich de paté de atún o de jamón, que me tomaba muy en serio eso de la dieta variada, e intercalaba cada día entre carne y pescado. Por eso, las noches de chicas… ¡era sagrada! Salvo cuando llegaba mi hermano para pedirme que cuidara del crío ya que su niñera habitual, si amanecía con mocos, no se le acercaba a menos de veinte metros. Que siempre estaba con la neura de que le iba a pegar algo. Y como los niños pequeños nunca estaban enfermos… ¡Era el trabajo ideal para una mujer hipocondriaca! Cogí el móvil y desbloqueé la pantalla para encontrarme con Evelyn haciendo sangre de mi historia en el chat de chicas. “Juerga en tres, dos, uno…”. Así se llamaba el grupo de Whatsapp. Muy apropiado. Ni qué decir que al marido de Amparo no le gustaba el nombre que le habíamos puesto. Intentábamos hacerle pensar que se lo habíamos cambiado por “Mujeres razonables a la hora del té”. No coló. Evelyn. "A la diseñadora de moda la va a meter entre rejas una protectora de animales”. Sara. “¿Qué ha hecho ahora? Mira que me ofrecí a llevarla a casa". Loli. "Dejad en paz a la pobre chica, que la zoofilia no está tan mal vista en otros países y si no hay hombre que la soporte, ¿queréis que permanezca soltera pudiendo casarse con un burro? ¿A qué país te vamos a ir a visitar?" Sara. “Deja la tienda y ponte a pasear perros. Si no ligas con el dueño… siempre puedes hacer lo del truco de la mermelada. Si a Ricky le funcionó… " Evelyn. "Ya, y de ahí su éxito del verano La mordidita, porque una vez le salió mal". En este punto aparecían decenas de emoticonos de todo tipo, algunos partiéndose de risa y otros que demostraban que la broma les había dado mucho asco. Y a alguna hasta le había dolido. A mí también. Amparo. "¿Pero se puede saber por qué va a ir Rocío presa? Menos mal que a una de mis amigas le preocupaba realmente el tema y no sólo las bromas frívolas de un grupo de mujeres con resaca. Y de las buenas. ¿Cómo se las había apañado Evelyn para escribir todos aquellos mensajes mientras hablaba conmigo por teléfono? A mí me temblaban aún los dedos. Probablemente mis mensajes habrían sido ilegibles. — Eres una capulla… — ¡Y lo sabes! La imaginé haciendo el gesto característico de Julio Iglesias, mientras sujetaba con el hombro el teléfono fijo y con una mano escribía los mensajes, deslizando los dedos sobre la pantalla con la maestría que solo una experta en el cotilleo era capaz de demostrar. "Me limpié la cara con un conejo. ¿Contentas?” Evelyn. "Pero diles de qué te la mancharon". Sara. "¡Hay mi madre! No quiero saberlo… "