Una mesa de comedor es solo una mesa hasta que roza mis nalgas… Cuando tú, después de besarme apasionadamente, dejas caer mi cuerpo sobre la madera. Entonces, esa mesa, pasa a ser, irremediablemente, la confidente de nuestra lujuria y la cómplice de nuestros placeres.
Cuando tus manos dejan de estar bajo mis muslos aprisionándome contra tu pelvis… esas manos se convierten en cadenas que me atan a tus deseos y al calor de tu cuerpo. Me siento secuestrada con ellas, me hacen rendir mi sexo al tuyo. Esas manos, antes tensas por mi peso, ahora lo están más al tener que contener la agonía de querer devorarme, no dejar escapar ni un centímetro de piel a sus atenciones perversas. Acarician, aprietan, amasan, pellizcan…
¿Me poseerás con más fuerza cada vez, recostada sobre ella, con las piernas abiertas, o en tus caderas, o tal vez sobre tus hombros? Con la sorpresa de ver si se mueve alguna vez cuando tu verga hace mella en mi entrepierna. Salvaje, tu bombear salvaje me inunda y espero a ver si nuestros cuerpos la mueven, bendita ella.
Mis manos se aferran a tu cuello para no perder la cordura. Mi cuerpo sujeto a tu cuerpo y penetrado por tu carne se siente más seguro, sabe que la ilusión de ser plena no se desvanecerá si te sujetan. No quiero que escapes, te tengo atado a mis piernas…
Insisto… mis piernas se aferran a tus caderas, sobre todo cuando el orgasmo te llega. Derramarte en mis pliegues calientes y dejarme satisfecha… Últimos jadeos sobre la madera.
Aferrarte luego a mis piernas, tú que tanto las deseas, tus brazos exhaustos y tu tronco pidiendo clemencia sobre mi cuerpo rendido. Tus labios buscan mi boca, y tus palabras perversas mientras acaricias las medias… y sus encajes…