El boleto

– ¡Dios! ¿Y qué voy a hacer con todo este dinero?

Iba caminando por la acera, con el boleto de lotería en la mano, sin darme cuenta de que la gente tenía que ir apartándose de mi camino. No prestaba atención a la gente que tenía delante, ni a la que dejaba detrás y que se volvía para mirar cómo ni me disculpaba por provocar más de un accidente.

¿Qué se hacía con tantos millones?

La sonrisa dibujada en mi cara no pasaba desapercibida cuando la gente casi chocaba conmigo, pero si pisé a alguien, si dejé atrás a algún herido, o si los coches frenaron estrepitosamente cuando crucé los pasos de peatones sin un rumbo concreto no puedo asegurarlo. Acababa de salir del despacho de loterías y no me había planteado volver a casa.

¿Y dónde había ido a parar?

Levanté la vista, con la misma cara de éxtasis que debía tener tras un buen polvo –o probablemente tras veinte orgasmos seguidos-, y me encontré con la playa de frente. Avenida hacia izquierda y derecha, y el infinito mar azul delante de mis narices.

– Me puedo comprar un velero…

La mente se me llenó de imágenes de bañadores blancos y pamelas enormes, con copas de cava sobre una cubierta de madera de teka. No había terminado de dibujar el barco cuando de pronto preferí un yate enorme, con un capitán fornido vestido de uniforme que sólo tuviera ojos para mí, y que estuviera deseando acudir a mi camarote por las noches para planear el siguiente rumbo, mientras metía la cabeza entre mis piernas y me hacía gemir mientras yo elegía, sin la cabeza demasiado centrada, si deseaba una escala en Italia o en Grecia.

– Me puedo comprar un apartamento en cada ciudad costera que visite…

Al girarme encontré la hilera de casas que se impregnaban del salitre de la estampa. Viviendas rectas, con enormes terrazas acristaladas, toldos blancos y hamacas de madera y ratán. Imaginé una cama con vistas al océano, decorada de blanco y azul, con cuadros en las paredes que yo misma habría pintado en mis ratos de ocio. Imaginé una colcha calada, como si de una red de pesca se tratase, con mi cuerpo desparramado sobre ella, y la piel de mi amante perfilada a mi lado, terminando de estremecerse bajo los estertores del orgasmo.

Una cama en cada puerto… y un amante distinto para rellenarla cada vez que abriera la puerta.

Sin darme cuenta bajé los tres escalones que me separaban de la arena y enterré los tacones en ella. Mientras avanzaba pensé que no me hacía falta tener una casa en cada sitio que visitara, sino una estupenda habitación de hotel siempre dispuesta a recibirme. Los números del boleto rondaban mi cabeza, y me vi en las lujosas recepciones, frente a un elegante y apuesto recepcionista, solicitando las suites que terminaran en los números que me habían hecho ser tremendamente rica.

O exigiendo que le cambiaran los números a la suite que yo quería, con vistas al mar… ¿Cuánto podía costar cambiarle el cartel a las habitaciones? No importaba… podría pagar esos ridículos numeritos que adornaban las puertas de las habitaciones. ¡O tener siempre de repuesto cuando viajara, guardados en la maleta! Me imaginé sujetando al recepcionista de la corbata, y al de mantenimiento, de paso, de los tirantes del pantalón, para llevarlos delante de la puerta e indicando que pusieran los números nuevos, y que los esperaba dentro llenando el jacuzzi de espuma.

– ¿En qué se gastan los ricos tanto dinero?

Fiestas nocturnas. Eventos benéficos. Vueltas al mundo sin rumbo establecido. Interminables puestas de sol leyendo algún libro acostada cerca del borde de la piscina donde me encontrara el atardecer aquel día…

Hombres que se desvivirían por acompañarme en el crepúsculo, marcando pectorales bronceados. Hombres que se darían codazos para hacerse un hueco a mi lado cuando llamara al ascensor, deseando ser el elegido que llevara directo a mi cuarto de baño para que mimara mi piel con el jabón antes de dejar que la lamiera entera.

Hombres que se dejarían comprar con todo aquel dinero.

Me dejé caer en la arena de la playa, con el boleto aún entre los dedos. El grueso y tosco papel se agitó por la brisa marina, y seguí sonriendo mientras repasaba los números que resaltaban en negro.

– ¿En qué me voy a gastar tanto dinero?

Ya sólo faltaba esperar al sorteo…

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Magela Gracia

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