Vale. Sé que es una locura, pero no me puedo resistir. No sé si es producto de la cantidad de azúcar que he ingerido mientras vigilaba al grupo de niños que acompaño esta noche, a los tres chupitos de tequila que me bebí para darme valor y salir con estas pintas a la calle, o si simplemente esa media máscara de “El fantasma de la Ópera” me ha dejado fuera de combate.
¡O la capa!
Camisa impecablemente blanca, pantalón tan negro y ajustado que no pude apartar los ojos de la obscena entrepierna que se abultaba bajo la tela, y una enorme capa oscura en plan vampiro de película antigua -no como esos de ahora, que brillan a la luz del día en vez de convertirse en polvo con los primeros rayos de sol- cerraban el atuendo.
Un ojo oscuro mirándome…
Y una caja de madera antigua, con letras en inglés pintadas a espray que creo que quieren decir “elementos de atrezo”, llena de chucherías para encandilar a los más pequeños.
El inglés nunca ha sido mi fuerte, y podría decir cualquier cosa.
“Restos de las mujeres a las que he seducido”
En fin…
El grupo que custodiamos otras cuatro mujeres y yo está compuesto por doce niños del vecindario, todos monstruosamente disfrazados y cargados hasta las trancas de azúcar. Maldita la hora en la que me dio por apuntarme a esa lista en la que solicitaban ayuda para vigilar que no se extraviara ningún enano entre casa y casa, con tanto vampirito y brujilla cruzando las calles desiertas de coches.
Este día la vecindad tenía por costumbre reducir a cero el transito de vehículos para que ningún niño ni padre pudiera resultar atropellado.
Será divertido -me dijo mi vecina, que tenía tres niños pequeños y que al parecer no se perdía una fiesta de aquellas desde que a alguien le dio por ponerla de moda hace unos años-. Los pequeños se portan genial y te lo pasas muy bien saludando a los vecinos.
Y como no tengo hijos ni marido pero sí un perro que se pone a ladrar detrás de la puerta cada vez que uno de esos grupos de zombis disfrazados toca al timbre, me pareció que podía ser buena idea y estar del lado del que pide en vez de del lado en el que se dan chucherías. Todo sea por variar un poco.
“Rufus, esta noche te quedas solo ante el peligro. Vigila el fuerte para que no nos asalten la casa los vampiros. Y no ladres demasiado”.
Encresparme el pelo, pintarme los labios de negro y ponerme un vestido de esos que sólo te pones para celebrar la llegada del Año Nuevo en una fiesta muy pija y que no te volverás a enfundar porque todos tus amigos ya te lo vieron. Sí, de esos vestidos que guardas no sabes bien por qué pero que ni muerta vuelves a ponerte. ¡Jamás lucirás dos veces el mismo vestido en Fin de Año! Era uno de los mandamientos de las mujeres, y yo me lo tomaba muy en serio. Otro decía que no hay que ir de blanco a las bodas, ni de negro, y preferiblemente tampoco de rojo. Pero ese mandamiento era más complicado de cumplir cuando el rojo sentaba tan divinamente a todo el mundo.
Aquella noche, tras mirarme al espejo y comprobar que estaba terroríficamente divina, y tras tomarme tres copas para no echarme atrás y ponerme el pijama para repartir chocolatinas mientras bizqueaba para darle a mi atuendo algo apropiado para la noche de Halloween, abrí la puerta y me reuní con el grupo de madres que llevaría a los engendros de casa en casa.
Había metido en un bolso un par de huevos y unos rollos de papel higiénico, por si las moscas.
Era lo que se llevaba, ¿no?
Y allí estábamos, delante de la casa que había permanecido cerrada durante cinco años después de que los Hernández se separaran y decidieran ponerla a la venta. Y allí abrió la puerta él, para nuestra sorpresa, ya que no sabíamos que la casa volviera a estar habitada.
Al menos yo no lo sabía…
El Fantasma de la Ópera nos miró como si fuéramos el primer grupo de niños que pasaba por allí aquella noche. Muy teatral, muy apropiado…
Estaba muy bueno nuestro nuevo vecino…
¿Es azúcar lo que habéis venido a buscar? -preguntó, con voz grave y musical, como si estuviera sobre el escenario de algún teatro y tratara de hacerse escuchar sin micrófono hasta en la última fila de asientos del gallinero.
Y nuestros monstruitos asintieron con la cabeza y se abalanzaron, escaleras arriba, hasta la puerta donde les esperaba el dueño de la casa con una enorme caja llena hasta arriba de golosinas.
La caja donde podía guardar cualquier cosa…
Pensé que no me vendría nada mal dejar que aquel fantasma me diera de comer alguna de las chucherías con esos dedos largos y enguantados en hilo blanco. No conseguía dejar de mirar esas manos, ágiles y fuertes, mientras llenaba las bolsas de nuestros niños.
“Si hay chocolate en esa caja, allá que voy…”
Deja de babear, que parece que te ha dado un ictus.
Mi amiga, la madre de los tres pequeños demonios que ahora se peleaban por los caramelos de colores, me dio un codazo para sacarme del estado de hipnotismo en el que me había sumido mirando las manos del fantasma con capa. Le devolví el favor lanzándole una mirada asesina, echando en falta esos poderes de bruja con los que poder transformarla en un gordo y feo sapo.
¡A que te echo una maldición! -exclamé, esgrimiendo con gracia mi varita mágica.
Si salieras más de casa te habrías enterado de que se mudó hace quince días, y que sale a correr todas las noches a las once con unos pantalones tan ajustados que no hace falta imaginárselo desnudo. Con cambiarle el color en la mente ya le estás viendo el trasero.
Habría que cambiar el horario de sacar a pasear a mi perro por las noches…
Si tú trabajaras en un horario tan largo como el mío no tendrías tiempo de espiar a los vecinos a través de la mirilla.
¿Quién dice que lo hago a través de la mirilla? Me he acostumbrado a sacar la basura precisamente a la hora en la que pasa delante de mi casa.
Y ese dato se le ocurría dármelo precisamente en ese momento…
Arpía…
Mi amiga se rió y yo volví a mirar al nuevo vecino, de rostro enigmáticamente sensual, cabello engominado hacia atrás y labios pecaminosamente seductores. Estaba tratando de encontrar una excusa para abalanzarme sobre él y quitarle la máscara cuando los enanos ya estaban bajando las escaleras a toda prisa, en pos de una nueva puerta en la que recitar lo de “Truco o Trato”. Mi amiga siguió riendo cuando comenzó a caminar detrás del grupo de niños, dejándome allí plantada, mirando al fantasma, mientras de pronto él se percataba de que había una bruja que no seguía el grupo que hasta hacía un momento asaltaba sus reservas de golosinas.
Me vi dejando que me levantara la falda de tul y que mordisqueara mis nalgas. Y eso que aún no había probado el sabor de sus labios… Tenía que aprender a empezar por el principio. Un “hola, ¿qué tal?” estaría bien. “Soy tu vecina de tres números más arriba. Cuando quieras podemos salir juntos a correr, aunque tendré que ir detrás porque no estoy en muy buena forma”.
Y así aprovecharía para mirarle el culo…
Pero no. En vez de eso me veía pidiéndole que me envolviera en sus brazos y me llevara directamente a su dormitorio. Que me descubriera los entresijos de su colchón mientras gemía y se enteraba todo el vecindario de que había alguien viviendo por fin -y follando también- en casa de los Hernández. Que no se desnudara para hacerlo y que no me desnudara a mí tampoco.
Que mi cabello terminara aún más revuelto de lo que estaba…
Me calé mejor el sombrero puntiagudo de bruja y agité la barita retorcida que llevaba en la mano.
Se inclinó con una elegante reverencia, tocándose la máscara blanca que le ocultaba la mitad del rostro con dos largos dedos.
Y sin más desapareció en el interior de la casa, dejando la puerta abierta.
Y sin más pensé que era un buen momento para preguntarle si podía usar su cuarto de baño. No era la primera vez que entraba en casa de los Hernández. Sabía que el baño quedaba, como en todas partes, al fondo… a la derecha.
Magela Gracia
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