Me corren las lágrimas por las mejillas de miedo e impotencia; me como las uñas a rente, como nunca había hecho, de la ansiedad tan grande que me atenaza el pecho; simplemente, como resumen muy vago, podría decir que me siento morir…
Tus gemidos aun resuenan en mi cabeza, tus caricias aun queman en mi piel. Tu boca la siento en mi boca, mientras me ahogo con mi propia saliva al intentar tragarla, al intentar que se aparte tu sabor de mi lengua pervertida por tus deseos. Me arrancaría la piel para no sentirte bajo ella, pero me mojo allí donde depositaste mil veces tus besos, donde penetraste sin reservas y donde yo te dejé hacerme mujer. Me estremezco con tu recuerdo, me muero con lo que siento y con lo que temo.
Tengo miedo, ojalá lo supieras. Si tengo la suerte de no salir mal parada de esta aventura ciega juro que nunca más me harás desearte como lo hiciste aquella noche. La pasión que se enciende cuando tu cuerpo prende mi cuerpo puede volverme loca y estúpida, pero no volveré a caer en tu trampa…
Claro que puedo. El deseo nubla el resto del cerebro, la pasión enerva mis sentidos y me vuelve maleable entre tus manos. Hierro fundido que nunca antes nadie pudo manejar, y que tú forjas a golpes de un miembro férreo que me aparta de la cordura. Claro que puedo ser tan estúpida. No me creo mejor que hace unas semanas, solo puedo reconocerme que estoy desangelada…
Recuerdo perfectamente tus palabras seductoras, mis ganas de ser tuya, mis caderas al recibirte y tus dedos al regalarme aquel primer y magnífico orgasmo. Como me sentí desparramada entre tus brazos, rendida y obsesionada por ser disfrutada por entero, cuando sabía mi razón que no debía… Lo recuerdo tan claramente ahora… Me recuerdo abierta y brindada a tu polla erecta…
Elevar un poco la pelvis y rozarme contigo…
Sentirte llenarme de carne compacta hasta el fondo, conseguir esa victoria. Haberte rendido a mi cuerpo, sabiendo que no querías… que no debías… Haber conseguido que todos los impedimentos desaparecieran por unos minutos mientras te enterrabas en mis entrañas y empujabas sin descanso, una y otra vez, contra mis piernas abiertas. Haber conseguido que de tus labios brotaran gemidos, y no el fatídico no, que llevabas todo el tiempo a mi lado empeñado en dedicarle a mis oídos…
Y mi cuerpo empeñado en que fuera un sí, aunque mi mente entendiera que no era el momento…
¿Cómo puedo ser tan hipócrita? ¿Mi cuerpo el único pecador? ¿Mi mente y mi alma libre de culpas? La pasión me cegó… pero no solo el cuerpo se rindió. Él es carnal y débil, él es el que menos culpa tiene. Él se entregó al placer que esperaba y que le brindaste, él actuó como el niño mimado que suele ser, y que le permite su madre… El cuerpo disfrutó de la esencia de saberse deseado, y fue dichoso mientras tu ser penetraba en él y se rendía a los encantos femeninos. Fue pleno mientras recibía tu masculinidad cálida y compacta, fue niño y jugó con el deseo… y fue adulto para disfrutarlo.
Recuerdo sentirte gemir contra mi cuello e intentar apartarte, recuerdo mis piernas aferrarse a tus caderas e impedirte alejarte…
Allí te quise…
En el baño, hecha un ovillo sobre las frías baldosas del suelo, miro al infinito con auténtico terror dibujado en el rostro. Y he de secar los ojos con la manga del jersey para poder fijar la mirada y ver si son una o dos las marcas que salen en el test de embarazo que tengo esperando sobre la taza del váter…
Por ese loco instante de deseo, en el que uno, por más que quiera, no piensa…
Magela Gracia
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