No te puedes creer lo que llevo puesto cuando entro en la joyería. De verdad, estás acostumbrado a verme vestir provocativa, pero esto se pasa ya de todos los límites. Lo describirías más bien con ir desvestida… Tu polla reacciona inmediatamente y ya ruge a los diez segundo en tu bragueta, con una punzada palpitante y dolorosa que te la estrangula.
– Joder, tía. ¡Cómo vienes!
Noche de Reyes. Los hombres se agolpan a comprar los regalos el último día para sus esposas complacientes. Cientos de noches en la cama follando a otras mujeres, y más de uno a otros hombres, hacen que tengan la necesidad de derrochar en esa noche para compensar las ausencias de la alcobamarital. Tú no eres la excepción. Muchas de esas noches las has pasado conmigo, jodiéndonos como animales en cuartuchos de mala muerte donde te gusta tenerme y dominarme.
Y has pensado que nada mejor que regalarle diamantes, comprados pocas horas antes.
¡Qué descuido!
– Sabes que no tengo vergüenza- respondo, mientras cojo una copa de cava de la bandeja que me ofrece un educado y jovencísimo camarero, carne de gimnasio. Nalgas prietas que admiro sin disimulo alguno, imaginándolas entre mis piernas abiertas y con el tanga apartado.
Me miras de arriba abajo con total suficiencia. Ya sabes que me vas a follar como a una guarra en la parte de atrás de la joyería; se te dibujan las imágenes lascivas en el rostro y me mojas con ellas el coño recién depilado. Me regalas esas imágenes como diapositivas mientras enseñas los dientes que pervertirán luego mis carnes duras.
– ¡Baby! Gracias por venir.
Es el dueño gemólogo del local. Su fiesta privada esa noche es la envidia de las mujeres que se agolpan fuera, en la calle, observando el escaparate brillante con sus joyas y baratijas. Gay convencido, vicioso entre los viciosos. Y muy, muy rico.
– ¡Como me lo iba a perder! Un placer venir a levantarte un diamante por unas horas…
– Los que quieras. Pruébatelos todos, haz que los quieran comprar para lucir en sus esposas… Que se imaginen que adornar sus cuellos es como adornar el tremendo escote que hoy nos regalas, amor.
Se me humedecen los labios íntimos de mi anatomía aun más al pensar en la cantidad de hombres que hay en el pequeño recinto, todos observando vitrinas y bebiendo a la salud del dueño.
– Borrachos compran más- comenta él.- Y más de la mitad tiene que olvidar el precio de lo que les cuesta comprar el perdón de sus cornudas esposas.
– ¿Y la tuya?- le pregunto a mi amigo.- ¿Hoy ha sido muy cornuda?
– Todavía no. Pero la noche es joven.
Sonrío y tomo otra copa. Saco el anillo de casada de mi dedo y se lo ofrezco al dueño, para poder lucir el resto de las joyas que va a depositar en mi cuerpo.
– No, querida. A los hombres les gustará saber que estás prohibida a sus manos… Eso les pone más.
Vuelvo a colocar el anillo, recién estrenadito, en mi dedo. Regalo del gemólogo, oro blanco con un pequeño diamante, para el día de mi boda. Sí me quita los pendientes, y los sustituye por enormes aros cuya toda periferia está bordeada de la apreciada piedra. Y así comienza el cortejo, con sus expertas manos de gay cubriendo mi cuerpo apenas en ropa interior de todas las joyas que puedo soportar, dejándome brillante bajo la atenta mirada de los hombres, con pollas rabiosas en sus pantalones. Pollas que observo e imagino regalándome al unísono sus corridas deliciosas.
– La tuya me la como luego- le susurro a mi amigo.
Sus ojos llamean viendo como mis pocas ropas casi no se ven bajo los broches y collares. El gemólogo me mira con picardía, me guiña un ojo y lo mira tras terminar con su arreglo. Buena idea la del dueño de hacerlo a la vista de todos… Los hombres están desesperados por acercárseme y tocarlos. Elegir la joya y tocar el pedazo de piel que hay debajo.
– Si eres capaz de pagarlo, te llevas el premio gordo- le dice a mi amigo.- Dentro de ella te he dejado uno muy valioso.
Me mira.
Lo miro.
Y separo las piernas a la vista de todos los asistentes.
Las persianas hacia la calle se cierran, el que no ha entrado en el local tiempo tuvo de hacerlo.
Metes una mano en mi coño, apartando el delicado tanga. Te molesta… y de un tirón lo arrancas. Cae al suelo la preciada tela perfumada con el olor a sexo que desprendo, y ante la atenta mirada de todos veo como te deleitas en mi pubis rasurado. Un segundo más tarde el tanga ha desaparecido, trofeo de algún marido que se va a masturbar con mi coño adherido al encaje negro de la braga.
Y pierdes los dedos entre sus pliegues. Gimo. Te excitas más si cabe. Jadeo y me contoneo con el movimiento de tu mano allí dentro, bajo la atenta mirada de los morbosos ojos ajenos a la escena. El gemólogo se regocija, sabiendo que hará caja.
Y lentamente, muy lentamente, sacas los dedos tirando de un largo collar de piedras ensartadas en un material brillante que ni miras, y que sabes muy, muy mojado. Una piedra, dos, tres… diez centímetros de collar, quince, veinte… Me estremezco con el frotar de las gemas contra los pliegues de mi vagina, mis labios mayores tiemblan con cada roce de los enganches.
Treinta centímetros… cuarenta.
Las piedras están chorreando. Gotean en el suelo dorado. Ya hay hombres que están sacando la billetera.
Cincuenta, sesenta…
El extremo de collar cae y me recorre un latigazo hasta la parte alta de la espalda. La joya se balancea entre tus dedos calientes ante mis ojos. Huele a sexo… huele a mí…
Llevas el extremo a tus labios y tu lengua lasciva lame lentamente unos cuantos enganches, capturando mi sabor y grabándolo en el cielo del paladar. Caliente, ácido y muy, muy picante. Sabor a mujer en celo, a promesa de orgasmo sin reparos y sudor salado perlando los miembros.
– Ya hay sitio para mi polla…
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Magela Gracia
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