Del cuello y del pelo. Ahora mismo no recuerdo si de algún sitio más… Porque aunque me sentía completamente inmovilizada no recuerdo las manos sujetas, o las piernas atadas. Sí, es cierto que las piernas no podían servirme de mucho cuando lo tenía encajado entre ellas, y sus caderas bombeaban con frenético ritmo, follándome para conseguir correrse lo antes posible. O tal vez… simplemente follaba así siempre. Su polla entraba y salía de mis entrañas de firma despiadada, pero aunque molestaba… no dolía. Sus manos en mis cabellos… Eso era otro tema.
Tumbado sobre mí, como había conseguido derribarme, me repetía una y otra vez que le encantaba follarme. Sus palabras… después de tanta terapia, estaban un poco confusas en mi mente. Pero la esencia era la misma. Me follaba porque le gustaba… y porque había podido conmigo. Algo así como: si no querías que te follara, haber corrido.
Terapia no por haber sido violada… sino por no haberme casi resistido. Y porque disfruté, ¡qué cojones!
Recuerdo sus puñeteras manos en mis cabellos, tirando de mi cabeza hasta casi doblarme el cuello. Dolía, pero a la vez era tan sumamente excitante que simplemente me dejé dominar. Sexo violento, a la fuerza. Y para la mujer… ninguna posibilidad de elección. Tal vez el hecho de haber tenido que lidiar siempre con hombres indecisos, pusilánimes y aburridos había hecho mella en mi forma de enfrentarme a las situaciones. Pero en el preciso momento en el que ese tipo me dijo que me estuviera quieta, lo obedecí. Cierto es que no me imaginaba que de un guantazo me iba a derribar contra el suelo, que aturdida no me daría casi cuenta de que se abalanzaba con rapidez sobre mí, y que cubriría con el peso de su cuerpo el mío. Sus manos aferraron mis cabellos… Tiraron de mi cabeza hasta una curvatura casi imposible, y me sentí embestir contra la fina ropa interior, echada la amplia falda del vestido sobre mis caderas.
Maldije… porque no entró. Terapia por eso.
Mi psicóloga opina que soy muy dura conmigo misma. Ella lo resume todo de una forma muy simple. Según ella, mi mente acepta mejor la idea de haberme dejado violar a haber sido violada. Al parecer, es mejor para una mujer entender que quiso, en vez de que no pudo defenderse. La putada es que tanto él como yo sabemos la realidad, que pude intentarlo… y no recuerdo haber hecho nada para impedirlo.
Y lo que para mí es más inquietante aun… Que estaba deseando que pasara.
Una segunda embestida, y el encaje seguía resistiendo. Malditas bragas que no usaba nunca… El cabrón me miraba a la cara, y su aliento me calentaba el cuello y la barbilla. Cada vez que hablaba, su saliva me salpicaba el rostro. Sus palabras, ofensivas y crueles, encendían mis sentidos. Mi entrepierna estaba mojada, y él tenía que notarlo a través del fino encaje. Polla empapada por mis humedades, buena gracia le tuvo que hacer notarlo en ese momento.
– Vas a disfrutarlo… zorra. Igual que con tu jefe.
Tristemente… mi jefe no me la metía. Es verdad que me follaba, pero solo la boca. Le encantaba correrse en el cielo del paladar, presionando mi cabeza contra su pelvis en una última arremetida que me dejaba completamente asfixiada. Me follaba la boca cada vez que le daba la gana, varias veces al día, incluso. Siempre buscaba el roce con mi culo al pasar a mi lado, o esconder su mano entre mis piernas, cuando creía que nadie nos observaba. Mis escotes le eran sumamente tentadores. Retorcer los dedos sobre los pezones erectos le viciaba. Siempre buscaba el momento para no irse cargado a casa. Como solía decirme… prefería correrse conmigo que dejar preñada a su cornuda mujer.
No me importaba que mi jefe se me beneficiara. Sabía que sacaba mucho de esta… relación. Era él el que estaba casado. Yo hacía ya muchos meses que estaba sin pareja, y lo cierto es que no la echaba en falta. Bueno… tal vez para sentir una buena polla en el coño, sí. Pero era lo que había por el momento. De todos modos, mi jefe se preocupaba de tener mis agujeros llenos, aunque lo hacía con los objetos de despacho. Le encantaba tumbarme sobre la mesa de su escritorio, levantarme la falda y tener mis nalgas ofrecidas a sus deseos. Me follaba con lo primero que se la pusiera dura al imaginárselo entrando y saliendo de mis entrañas.
El día que el repartidor entró en el despacho por error me encontró así. Mis manos aferradas al borde de la mesa, el rostro desencajado por las embestidas del mango de un bate de beisbol, y la polla de mi jefe a medio empalmar fuera de la bragueta. Yo gemía… y él me decía que lo disfrutara.
Igual que hacía ahora el puto repartidor de las narices.
– Ya podía haberte compartido tu jodido jefe…
Lo que le había importado al repartidor haber esperado un par de días para tenerme abierta de piernas en el aparcamiento de las oficinas. Había elegido precisamente al día en el que yo salía del trabajo especialmente tarde. Quedaban solo un par de coches en aquella planta, y aun tardarían en marcharse. Allí me había encontrado, al lado de mi coche. Y allí me había derribado de un buen bofetón.
Recuerdo que aquel día mi jefe miró al repartidor, con aire de suficiencia, y le había espetado que si pensaba quedarse allí pasmado mirando. No dejó de menear el bate dentro de mí mientras lo hacía, y yo no pude dejar de gemir, mientras miraba al despistado tipejo en la puerta… y a la secretaria de mi jefe detrás de él, con los ojos como platos, pasando la mirada por toda la escena. Yo ya sabía que era de dominio público que me follaba al jefe, pero nunca nadie había podido asegurarlo. Iba a ser la comidilla de la oficina… y lo cierto es que no me importaba mucho.
Al igual que no me había importado que aquel tipo me la metiera en el suelo del aparcamiento, al lado de mi coche.
Por un instante pensé que el repartidor entraría en el despacho y se uniría a la fiesta, por el bulto que asomó en un momento en sus pantalones. También sentí que la polla de mi jefe volvía a empalmarse. Lo estaba disfrutando, verme dominada y a merced de ojos ajenos. Le gustaba demostrar superioridad hasta por el sexo, y la verdad era que se le daba francamente bien mantenerme dominada. Su polla se asentó en mis nalgas, y por una vez pensé que por fin me follaría como era debido, no usando un simple objeto. Pero el repartidor cerró la puerta tras dar un paso atrás, y mi jefe, encabritado y enfadado, dejó de masturbarme con el bate, que tiró a un lado estrepitosamente. Me recompuse lo más pronto que pude y salí de su despacho.
Desde ese día… me follaba solo la boca.
El repartidor no se había dejado ver el pelo hasta aquella misma noche. Cuando todo hubo pasado, hecha un ovillo en el salón de mi casa, me dije tal vez no huí por la inquietud que me invadió cuando lo vi de pronto, y que me recordó lo que había pasado entonces. Mi psicóloga piensa que puede ser ciertamente posible, pero da como más probable la otra posibilidad. Su diagnóstico se basa en que ninguna mujer puede desear realmente que la violen. ¡Con todas las mujeres que hay en el mundo! Me parece una afirmación tan prepotente, que me niego a pensar que pueda ser verdadera.
Llegué a pensar que cuando su polla golpeó contra mis bragas y me encontró húmeda, fue únicamente por el hecho de haber recordado aquella escena, en la que mi jefe me follaba y sentí su polla rozar una parte de piel que no fuera la de la cara. Nunca lo había hecho.
Pero sabía la verdad. Había disfrutado de cada una de las embestidas, del olor rancio a sudor de hombre que lleva todo el día trabajando, de sus rudas manos aferradas a mi cuello, impidiéndome casi respirar, como solía hacer la polla de mi jefe en mi oficina.
– Disfrútalo, zorra. Sé que te gusta.
Y tanto que me gustaba. Una de sus manos abandonó la tortura de mi cabello y bajó a romper las bragas. Las sentí rasgar mientras yo dejaba escapar un gemido. El rió por lo bajo, y colocó el capullo entre mis labios húmedos disfrutando de su momento de triunfo. La mano la colocó en mi cuello, y así me perforó el coño la primera vez, aferrando mis cabellos con una mano, y mi cuello con la otra. Lo sentí chocar contra el fondo, y lo escuché jadear, satisfecho de lo que encontraba. Humedad, calor… Un coño que llevaba meses deseando una jodida polla, y que solo había encontrado estatuillas de porcelana china.
No recuerdo donde estaban mis manos. No recuerdo si mis piernas colgaban por los lados o se aferraron a sus caderas mientras golpeaba sus cojones contra mi culo. Sólo sé que jadeaba con el poco aire que me llegaba, y que cada embestida me sabía a gloria. Poco importaba que mis nalgas se restregaras sobre el suelo sucio del aparcamiento, que oliera a gasolina y goma quemada. Me importaba la polla de aquel cabrón que había decidido que con o sin permiso se enterraría entre mis carnes, que lo disfrutaría como el bastardo que era, y que me haría luego ir a terapia con una psicóloga para entender por qué, mientras me perforaba con fuerza y casi me ahogaba… me corrí…
– ¡Oh! ¡Sí, nena! Córrete, vamos. Córrete, dámelo.
Me corrí como hacía meses, presionando mi coño contra su puñetera verga, y gimiendo lastimera, deseando un respiro y una buena bocanada de aire. Él continuaba bombeando, dejándose envolver por la humedad que chorreaba ahora por los pliegues que torturaba, y que sabía que mojaba sus pantalones. Cuando se dio cuenta que ya no duraría mucho más, levantó mi cabeza y me metió la lengua en la boca, sofocando mis gemidos y los suyos. Y se corrió dentro… sin dejar de mover las caderas como un jodido conejo.
Nunca había dejado que nadie se corriera dentro.
Mi psicóloga opina que yo no podía hacer otra cosa. Lo dejé hacer por el miedo a acabar asfixiada entre los rudos dedos del tipejo maloliente. Haberlo dejado terminar en mi coño no había sido decisión mía, y por lo tanto, no debía culparme.
Pero yo me culpaba, porque me había encantado que lo hiciera así. Sentir salir la leche resbalando de mi coño con su polla aún hinchada fue, simplemente, delicioso. Podía imaginar las gotas haciendo surcos en mi piel, llegando a mis muslos y mi culo, predisponiendo mi segunda entrada para su polla tiesa. Imaginé que la sacaba, y que aún le quedaban ganas de sodomizarme. Lo imaginé colocando la polla contra mi ano, y empalándome con la misma fuerza que había utilizado en aquella primera embestida. Lo deseé con fuerza… y casi sentí un inmenso vació cuando lo noté salir de mí y ponerse en pie.
Me miró desde arriba. Mi vestido echado sobre las caderas le daba una perspectiva de mi entrepierna muy agradable. Supe que miraba como su corrida salía de mi cuerpo mientras se metía la polla dentro de los pantalones. Luego perdió la vista en mi escote, con el sostén a la vista y los pezones erectos mostrándose por debajo de la tela. Rostro de satisfacción, porque en ningún momento intenté recomponer mi imagen vejada, sino que disfrutaba mientras su mirada lasciva me recorría el cuerpo. Quería que me deseara, quería que me recordara.
Terapia porque cuando se arrodilló a mi lado, metió la mano en mi coño y sacó los dedos… allí estábamos él y yo.
– Pruébate… y recuerda lo bien que te has corrido, zorra de mierda.
Terapia porque cuando metió los dedos en mi boca yo degusté con ansia su corrida y la mía. Y deseé su polla en la boca… también.
– Yo no te follo con un bate. La próxima vez que quieras una buena verga… ya sabes que puedes llamar al repartidor.
Y terapia porque tenía la tarjeta del repartido del agua sobre la mesa de mi trabajo, y había hecho fotocopia de ella para tenerla en mi casa, en mi cartera y en el coche.
Terapia… porque no había vuelto a meter la polla entre mis piernas, pero me mojaba cada vez que entraba y dejaba su mercancía en el almacén, y me miraba al pasar… pero no me decía nada.
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Magela Gracia
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Bárbaro, Magela.! Solo un pero a ese “dámelo…” que suena a muy femenino y no a un ser dominador..
Besos de un Bixo…
como siempre… transmitiendo pasión, intensidad de una forma explícita a la vez que exquisita…. tienes ritmazo, devoro los posts con ansia