Se le quemaron las patatas. Era la primera vez que le pasaba. Tenía casi ochenta años, y sus hijos se habían empeñado en regalarle una freidora para su cumpleaños. Le habían dicho que era mucho más segura, que así no tendría que estar pendiente del fuego, y que le vendría bien no tener las manos cerca del aceite hirviendo.
Entendía que sus hijos se preocuparan por ella, y hasta agradeció el regalo, aunque la freidora le parecía la cosa más horrible con la que saturar la ya de por sí pequeña encimera de su piso de alquiler. Había pasado allí toda la vida, criado a sus cuatro hijos, y luego quedado sola al fugarse su marido con la vecina del cuarto A.
Toda la vida había preparado las patatas de la misma forma. Ponía la sartén sobre el fuego, porque a ella lo que le gustaba era la llama que salía de una cocina de gas, y echaba dos dedos de aceite que en poco menos de un minuto ya empezaba a echar humo. Entonces metía en la sartén las patatas, y con un tenedor revolvía lentamente, bajando el fuego, hasta que las tenía doradas. Le encantaba freír patatas porque recordaba la cara de pillines de sus cuatro hijos en la puerta de la cocina, esperando a que ella las depositara sobre un plato de cristal cubierto por una servilleta de papel y los dejara entrar a comerse unas cuantas, cuando aún abrasaban la lengua.
Le encantaba ver a sus hijos soplarse unos a otros las patatas dentro de la boca.
Entendía que ellos hacían ahora lo mismo que ella había hecho en su día: alejarlos de los peligros del fuego. Pero a esas alturas, con casi ochenta años, a ella lo que le compensaba era freír un montón de patatas, como para cuatro renacuajos y una madre agotada, y mirar hacia la puerta de la cocina esperando a que sus pequeños rostros aparecieran para esperar expectantes a que las sacara de la sartén y las pusiera sobre la mesa.
Nunca se le habían quemado las patatas. A sus hijos no les gustaban quemadas…
Magela
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