– Busca el herrete, y ahora coge con la otra mano la puntita del cordón. ¿Lo tienes?
La niña cogió los dos extremos de los cordones de sus zapatillas rosa con las puntas de sus deditos y me los mostró satisfecha. Y, aunque me había quedado sin voz canturreándole la canción para que aprendiera a hacer la lazada, y ella se la había aprendido de memoria, se quedó esperando a que le diera las instrucciones para que aquellos dos trozos de cordel se convirtieran en la magia de un precioso lazo que adornara sus piececitos.
– ¿Y ahora?
– Ahora toca hacer que bailen juntos, que se abracen y se acaricien, como hago yo cada vez que pides un beso.
La niña me miró sonriendo, mostrando uno de sus preciosos cachetes para que depositara allí otro beso. Le siguió mi abrazo tras dejar mis labios marcados sobre su piel blanca, que tanto me empeñaba en proteger con la crema solar. Sus dedos no soltaron los cordones mientras la abrazaba. Estaba emocionada con lograr su primer lazo en aquellas zapatillas que tanto le gustaban, y que en un par de semanas, seguramente, le quedarían pequeñas. Una lazada hecha por ella para guardarla luego en su cajita de zapatos como recuerdo. Luego los olvidaría al ilusionarse con otros zapatos nuevos, y yo cogería la caja y la depositaría en mi armario, para darles su segunda vida.
Un detalle que descubriría esa pequeña, en un regalo, al cumplir los veinte años. Volvería a llenarme los ojos de lágrimas al observar su rostro iluminado por la sorpresa de ese primer lazo una segunda y maravillosa vez.
Volver a la niñez con veinte años…
Pero las primeras lágrimas aún no habían llegado, aunque ya estaban a flor de piel.
Todavía teníamos que hacer la lazada.
Magela
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