Era todas las princesas de sus cuentos de hadas, buscando a su príncipe, y no encajaba en ninguna de ellas. Las páginas habían dejado su huella en la piel, pero por más que se había disfrazado con sus palabras al final volvía a ser siempre la misma mujer.
Había sido la bella durmiente que fingió dormir cuando su novio vino a buscarla, para que depositara en sus labios el dulce beso que esperaba que rompiera el hechizo. Tras tres años de relación había dejado de sentir las mariposas en el estómago, y todas las noches, tras meterse en la cama, se preguntaba dónde estaba la aguja de la rueca que la hiciera dormir para no tener la sensación de estar viviendo una horrible pesadilla. Aquella mañana, tras el turno de noche en vela, llegó su príncipe a casa y la encontró en la cama, fingiendo que dormía. La besó tiernamente en los labios, para despertarla. Y no sintió nada… Su boca no le supo diferente después de contener el aliento, y si abrió los ojos fue por pura desidia ya que no quería seguir fingiendo, con los ojos cerrados…
Fue la cenicienta que se escapó por la ventana, de adolescente, tratando de llegar al baile que su madrastra le había negado. Recorrió el camino a solas, bajo la lluvia de fuegos artificiales, hasta llegar a la verbena donde su príncipe pasaba de mano en mano, y a ella sólo llegó cuando su borrachera era tan exagerada que ni de que la pisaba constantemente se dio cuenta. Allí dejó sus zapatos, que tras el camino a pie y después de permanecer observando al príncipe quieta durante horas, en el borde de la plaza, ya le habían hecho daño. No eran de cristal, pero sentía que le cortaban las carnes como si en verdad lo fueran con cada paso que dio al alejarse por la escalinata, llevándose el recuerdo del príncipe que intentó levantarle la falda sin casi saberse su nombre.
Fue Blancanieves refugiada en una habitación de hotel de hombres en su viaje de fin de curso, esperando que el caballero al que deseaba llegara a su habitación y la encontrara riendo entre tanto enanito, cuando lo que en verdad quería era que la elevara en brazos y se la llevara a su propia torre y la amara por siempre antes de que tuviera que morder la manzana. Llegó la mañana, los enanos roncaban en su habitación compartida, y ella había devorado todas las piezas de fruta dispuestas en la cesta de bienvenida. Para la vuelta a su cama reservó la manzana envenenada de la amargura tras pasar la noche en vela, esperando. En el pasillo del hotel se encontró a su príncipe, que regresaba de la mano de una compañera alta y rubia, que podía ser cualquiera de las brujas a las que tanto odiaba.
Fue la Sirenita un verano, en el que siguió a su príncipe a tierra en vez de elegir las vacaciones cómodas que su padre le había ofrecido. Ella prefirió regalar su voz siendo azafata en una atestada sala de cine, donde su silencio primaba sobre todas las cosas, pero el sueldo le permitía observar en la distancia las palabras dulces del cinéfilo de turno del que se había enamorado. Ella estaba allí, en la puerta, sin poder pronunciar una palabra, mientras él llevaba cada noche a una chica distinta a su sala. Y allí, en la oscuridad, observaba como cada noche él metía mano a una mujer distinta, mientras ella permanecía de pie, ganándose cada centavo, para pagar el hostal donde se quedaba mientras su familia disfrutaba de la tranquilidad del largo crucero al que no había querido acompañarlos. Su príncipe no la miraba porque nunca la había escuchado…
Fue tantas princesas que cuando se quiso dar cuenta, con su amargura, se había convertido en la mala del cuento.
Magela
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