Limpiar el polvo

¡A la mierda la mierda! ¡A la mierda el polvo!

Así de decidida, tras veinte años sin querer que entrara nadie en casa, se muestra aquella mañana. A la mierda la falta de tiempo y a la mierda la vergüenza. Alguien tenía que encargarse de limpiar lo que a ella hacía mucho se le escapaba.

No le había hecho nunca gracia dejar que alguien removiera sus papeles, husmeara en sus cajones y viera lo que contenía su nevera. No le apetecía, pero de pronto tampoco pareció relevante. Allí está, en la puerta de su casa, dejando que el olor a humedad le llenara las fosas nasales, y que los ojos se le adaptaran a la falta de luz del pasillo de entrada, mientras la corriente de aire levanta el polvo del suelo y convierte en neblina el espacio hasta el salón.

Allí está, con ganas de mandarlo a la mierda todo.

Con ganas de que alguien venga a limpiarle el polvo.

Triste haber perdido la batalla. Cuando se intentaba sacar el trabajo a solas, sin contar con nadie, podía pasar lo que le había pasado a ella. Una casa cerrada a la que nadie se acercaba porque, tenía que reconocerlo, le daba cierta angustia mostrarla. Se acostumbró a las cenas en soledad porque la grasa se acumulaba en la cocina. Se acostumbró a no compartir la cama porque las sábanas se cambiaban menos de lo aconsejado, y se acostumbró a no compartir la espuma de la bañera porque a ella tampoco le daba tiempo a llenarla.

Se acostumbró a estar sola…

Se acostumbró a que la suciedad no le importara.

Pero ahora, mirando la niebla de su pasillo, con la rabia de ver que era imposible hacerlo sola, toma la determinación de que su intimidad ya no importa tanto. Va a dejar que un extraño vea la ropa interior que guarda en los cajones, que vea los documentos de su estudio, los libros que almacena en la librería, y su consolador escondido en la mesilla de noche. Va a dejar de ser la ermitaña que protege con celo la ropa que ya no se pone, pero que le da pena tirar por los recuerdos que implica. Va a dejar de ser la huraña que acumula velas para ocasiones especiales, y que por falta de ellas se encuentra un día que todas las mechas están intactas. Va a dejar de ser la solitaria que tampoco puso un gato en su vida porque sabía que ni a cambiarle la tierra llegaría por las mañanas.

Por fin va a abrir las ventanas…

Una cosa era preservar la intimidad y otra muy distinta dejar de avanzar porque le atormentara mostrarse vulnerable.

Y mostrar el jabón con el que se lavaba todos los días la cara era demasiado íntimo. Se podía saber demasiado de ella observando…

Que tenía acné aún con sus cerca de cincuenta años, y que le avergonzaba tanto como para seguir tratándoselo. Que usaba una talla L de pantalón y que hacía una sempiterna dieta para tratar de bajar a la M. Que solamente vivía ella en la casa pero que todavía así dejaba espacio en el ropero para cuando llegara el hombre apropiado. Que entre los libros que leía entremezclaba historias de novela rosa, suspirando por los romances que se había perdido en la vida… tratando de limpiar el polvo, sin llegar a encontrar el tiempo para hacerlo.

Se le había escapado la vida invirtiendo tiempo en no ser lo que era, y luego ocultando lo que nunca le gustó ser.

Y ahora todo eso tenía una densa capa de polvo que no le daba sino alergia…

Ya era hora de volver a abrir las ventanas y mostrarse como era. Con polvo y arrugas incluidas, con páginas de buena literatura e historias para jovencitas quinceañeras. Con acné y dieta, y un consolador sustituyendo al marido que no tenía.

Ya era hora de recordar de qué color eran en verdad los muebles de su casa.

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Magela

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