Sacarina

Había tirado todas las cucharillas de postre, hacía ya mucho tiempo, a la basura. Luego pensó que podía haberlas entregado a la beneficencia, pero no tuvo ganas de bajar esa noche al contenedor para buscar la bolsa negra entre tantas otras bolsas igual de negras y con peor olor.

No necesitaba cucharillas.

No buscaba el dulce y él no la buscaba a ella.

El médico la había privado de uno de los cuatro sabores básicos –cinco, si incluía el umami de los japoneses-, tras su última analítica. En verdad había sido ella la que había renunciado a ese placer, ya que él sólo le había dicho que debía reducir el consumo.
Pero nunca había entendido los términos medios.

Cuando se servía el café de la mañana lo hacía poniendo la sacarina directamente en el fondo de la taza, antes de dejar que la cafetera vertiera su lengua mansa y negra sobre la porcelana esmaltada. Siempre dos pequeñas pastillas blancas, perfectamente redondas. Dejaba luego pasar exactamente un minuto, mirando la espuma que flotaba en la superficie, con sus formas caprichosas y su quiero y no puedo de eterno capuchino frustrado.

Le gustaba el olor del café nada más retirarse de los ojos las legañas…

Luego buscaba la leche en la nevera. Lo menos parecido a la leche, en verdad, porque a aquel envase que compraba cada miércoles en el supermercado le habían quitado tantas cosas para dejar espacio a otras tantas que le añadían que lo único que conservaba era el nombre, la vaca del tetra brick, y probablemente el color, aunque mucho menos intenso que el blanco que recordaba de su niñez. Ese blanco que le encantaba manchar con un montón de cucharadas de cacao en polvo.

De esas cucharas que ya no tenía…

Así se llevaba la taza a los labios.

Espuma amarga casi siempre, aunque a veces tomaba un largo trago para ver si encontraba la dulzura de la sacarina con el primer paladeo.
Así tomaba el café siempre: sin removerlo. Esperando a que el dulce de la sacarina la encontrara a ella entre el amargor del resto del brebaje, como de vez en cuando te encuentran las corrientes frías cuando sumerges el cuerpo en un mar cálido.

Cuando llegaba el agradable sabor a la boca… sonreía.

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Magela

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