No dice ni una palabra.
Anda perdida, y no sólo porque no sepa dónde está. Su mente hace mucho tiempo que dejó de acompañarla en el camino por el que avanzan sus pasos, pero aún no es una certeza porque nunca he podido comprobarlo. En sus anteriores visitas se las ha arreglado para burlar los tests, aunque creo que hoy le va a ser imposible hacerlo. Su mirada la delata; sus ojos no me miran, y si lo hacen a veces es porque, en su vagar por la consulta, se cruzan espontáneamente con los míos.
Y, a pesar de todo, se la ve muy entera…
Su hija está sentada a su lado. Hoy lleva escrito en el rostro las palabras que siempre me ha verbalizado. Cansancio, desesperación… Sobre todo miedo. Su madre ha ido dejando de ser la señora que era para convertirse en una extraña que apenas si la reconoce. Y, lo peor de todo, que se empeña en llegar cada mes a su cita conmigo y recuperar el mínimo de memoria para responder con gracia las preguntas que le hago. A veces pienso que esas respuestas las memorizó hace años por terror a que la olvidaran en un asilo, y que invierte las horas muertas en casa frente a la ventana en repetirlas una y otra vez.
Se empeña en no ser declarada incapaz. Tal vez es lo único por lo que derrama aún alguna lágrima.
-No me reconoce. Se pasa los días sentada mirando la calle desde el segundo piso. Tengo que recordarle que coma, que vaya al baño, que se acueste a dormir. A veces creo hasta que le hace falta que le diga cuando respirar… ¡No puedo más!
Y aquí está, maquillada y peinada de peluquería, con un camafeo adornando un pañuelo en el cuello, como si la cosa no fuera con ella. Se prepara durante treinta días para su cita, para salir victoriosa, para que no le despoje de lo único que le importa. Tiene que parecer digna al menos un ratito al mes.
-¡Qué pena!- pienso, mientras repito metódicamente las preguntas que el ordenador me va indicando, mientras ella, muy tiesa en la silla, hace las conexiones necesarias en su cabeza para volver a la consulta de dónde quiera que se encontrara y clavar los ojos en mí. Me ve por vez primera aquel día.
No falla ninguna pregunta.
Su hija se echa las manos a la cara y comienza a llorar, desolada. Sólo dentro de aquellas cuatro paredes es capaz de recordar su nombre y que es la mujer que la parió entre horribles dolores. Me duele tanto como a ella, que la abraza y le pregunta por el motivo de su llanto. Una madre consolando a su hija, como si no existiera motivo para preocuparse. “Todo está bien, mamá está aquí contigo”.
Decido, a la desesperada, inventarme una pregunta nueva que introducir en la dinámica. Si es verdad que se aferra a las respuestas que se sabe de memoria cambiarle algo tan sencillo hará que falle.
-¿Puedes repetir estas palabras? Astronauta, Jesús Hermida, Maspalomas, Lauren Bacall-. Las enumero según me vienen a la mente, tras recordar un reportaje que me tuvo en vela la noche anterior delante de la tele, con una manta sobre el regazo, sin imaginar que la cadencia de palabras de ese periodista harían que lo nombrara en mi consulta al día siguiente.
Le tiembla el labio, me mira con pena, y mientras me disculpo en silencio por habérsela jugado ella, también en silencio, comienza a llorar.
Magela
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