Un escalón.
Dicen las malas lenguas, y las buenas también, que el primer paso es el más difícil de dar. Para mí, en cambio, fue tan mecánico que he de reconocer que casi ni lo recuerdo.
Un escalón, el primero, al lado de la puerta de casa.
Sé que ese escalón estaba ahí, justo a la izquierda, pasando lo que sería el pequeño hall que distribuye la entrada desde el sótano. Y sé que a ese escalón le siguen cuarenta y siete escalones más, a cada cual más horrible.
Ese primer paso, ese primer salto… no lo recuerdo.
De base ancha cual descansillo, ahora adornado con un espejo y una banqueta, pero en su momento frío y desangelado en un vacío práctico. A la derecha quedaba la entrada al taller donde tantas veces te peleaste conmigo. Hoy ni me planteo buscarte dentro. Estoy convencida de que no hallaré tu cuerpo ahí, entre ordenadores, aparatos que no comprendo, y un millar de peces encerrados en los cristales reforzados por los que me has sustituido. No has sido tú quien me ha dicho que te busque en otro sitio, sino que sé que no le harías eso a tus peces.
A tus queridos peces…
Ridículo, sin duda, que en vez de recordar ese primer escalón, entre temblores generalizados y sequedad en el cielo de la boca, me vengan a la cabeza mis celos hacia tus acuarios. Esos que te impedían ir de vacaciones conmigo porque eran tan delicados que cualquier ausencia tuya podía desequilibrarlos; esos que había que limpiar todos los fines de semana coincidiendo, maquiavélicamente, con cada salida que teníamos organizada con las niñas.
Esos… que ya no están…
Sí. No recuerdo como fui capaz de dar ese primer paso y poner el pie dubitativo sobre ese escalón.
No fue el peor de todos…
Lo peor era que aún faltaban cuarenta y siete.
Magela
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