Otra vez su madre había tenido que trabajar en el turno de noche. Otra vez su hermano se había quedado a dormir en casa de un amigo. Otra vez estaba metida en la cama, temblorosa, mirando la puerta por donde se colaba una rendija de luz que ojalá hubiera logrado tranquilizarla.
Pero la luz del pasillo no le gustaba.
Nada.
Tal vez el sonido del televisor era un consuelo para muchos niños. El ruido de la loza al ser depositada en el fregadero tras ser recogida la mesa indicaba que había alguien en casa a quien poder pedir que leyera un cuento. Los pasos de camino al baño reconfortaban la mayoría de las veces, cuando la modorra hacía que los ojos se entornaran y la visión se hiciera borrosa.
Pero ella temblaba debajo de las sábanas de su cama.
Tenía miedo, y ni siquiera su elefantito de peluche apretado entre sus brazos lograba que las lágrimas dejaran de saberle tan amargas.
La colcha no podía ocultarla…
La mayoría de los niños miraban con miedo a la puerta del armario, temiendo que saliera el monstruo a devorarlos. Otros infantes temían lo que podían encontrarse debajo de la cama si levantaban la colcha y agachaban la cabeza.
Púas, garras, colmillos, ojos inyectados en sangre…
Sin embargo, el peor monstruo era aquel que no lo aparentaba.
Ella no miraba hacia el armario ni le temblaban las piernas cuando se acercaba a la cama, temiendo que el monstruo la agarrara del tobillo y se la llevara debajo del colchón.
Ella tenía miedo de lo que pasaba, precisamente, encima…
Tenía al monstruo al otro lado de la puerta, pero la de entrada a su cuarto; terminando de cenar delante del televisor, mientras se suponía que debía cuidarla cuando su madre trabajaba.
Y, como todas esas noches, en las horas en las que ella se ausentaba de casa, iría su padre a visitarla…
Magela
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