De pie, tras la alumna, intento concentrarme en lo que está haciendo. Es la primera vez que ponen una estudiante a mi cargo, y lo cierto es que me ha impuesto algo de respeto.
“Un poco no, no seas mentirosa. Te has asustado”.
Y me he sentido vieja…
Si el ánimo fuera otro probablemente me habría sentido henchida de orgullo por los galones ganados después de tanto tiempo. Sin plaza fija, eso sí. Pero con los años de experiencia del trabajo realizado, las amistades ganadas entre los compañeros que comparten alegrías y penas en los diferentes servicios, y el corazón lleno de recuerdos esos los pacientes que nos van marcando, y dejan ese pedacito de ellos cuando ya no nos necesitan… o cuando nos abandonan. Pero a las ocho de la mañana de un lunes cualquiera el ánimo no está muy por las nubes… y hay ocasiones en las que te sientes cansada.
¿Cómo iba a ser de otro modo, si cuando ha sonado el despertador esta mañana creo que no había dormido ni tres horas? Es lo que ocurre cuando eres madre además de enfermera, que si una hija empieza con fiebre dedicas todo tu buen hacer, tus mimos y conocimientos a aliviar el malestar de la pequeña. Cualquier madre lo haría… Y no poder llevarla al colegio ya te descuadra todo el día. ¿Qué hago con ella? Me imagino llegando al centro de salud a las ocho, con la pequeña vestida con su pijama rosa y su ranita de peluche, saludando a los compañeros de urgencias que tienen las mismas ojeras que yo, deseando marcharse.
Menos mal que existen las benditas abuelas. Esas madres que ejercieron de enfermeras antes de que una pensara siquiera en estudiar esa carrera, y que ahora, por los agobios y las prisas, muchas veces saludamos menos de lo que deseamos. Siempre están ahí, dispuestas a ayudarnos, a seguir siendo más que madres y abuelas, haciendo lo que toda mujer ha hecho desde que el hombre tiene memoria. La pequeña se quedó con su rana verde y sus zapatillas de andar por casa, envuelta en el abrazo de mi madre, y yo salí corriendo para no llegar tarde al trabajo, que los lunes por la mañana me toca laboratorio, y la puerta hay que abrirla en hora.
Y aquí estoy ahora, con la mirada en algo que hacía tiempo que no hacía: concentrarme en seguir los pasos para realizar una buena extracción sanguínea. Después de tantos años, y tantas venas pinchadas, hay técnicas que dejaron de requerir toda la atención. Mis compañeras de laboratorio lo saben. Hay lunes que no dejo de sonreír y charlas con los pacientes, animosa y risueña, como si nada en el mundo me hubiera hecho nunca daño. Esos días me gusta molestar a las otras enfermeras, gastarles bromas, preguntarles por su fin de semana y tranquilizar al paciente con la mejor de mis sonrisas. Pero también hay días en los que la mirada no puede sonreír, por más que lo finjan los labios…
Por suerte, una vez estás en el trabajo, tus problemas suelen quedar a un lado, un ratito al menos, y te centras en la agenda que tienes delante, y en las personas que tienen que sentarse en la silla que espera vacía tras la mesa.
Pero hoy… no puedo evitarlo. Me siento vieja.
Horas sin dormir, la ropa elegida de cualquier forma esta mañana para poder llegar a tiempo, y apenas una raya en el ojo mal pintada a la carrera en un semáforo para tratar de disimular el mal rostro. Estoy cansada, y me pesan un poco más los años.
Pero allí está mi alumna, que acaba de quitarle el capuchón a la aguja con la que pinchará su primera vena. Se la ve nerviosa, y hasta parece que le tiembla un poco la mano mientras palpa con los dedos de la otra, tratando de elegir correctamente la que quiere canalizar. Mira al paciente, y yo también lo hago. Es de esos ancianos entrañables, con la piel endurecida tras tantas horas trabajando la tierra con el sol a las espaldas. Tiene las manos duras y la frente llena de arrugas. Pero aunque sea lunes, demasiado temprano para haber salido de casa sin el perrillo al que pasea todas las mañanas, y tenga a una alumna temblorosa delante, la mira de forma entrañable. Es como si observara a una hija que coge por vez primera la bicicleta sin los ruedines, y estuviera temiendo tener que ir a recogerla del suelo y curar sus heridas. Teme por la desilusión de ella si no lo consigue, no por el daño del pinchazo que pueda hacerle.
Todavía quedan personas así.
Entonces… ¿por qué ando yo tan preocupada? ¿Porque mi hija tuvo una mala noche, y está a cargo de la mujer que más la quiere en el mundo, después de mí? ¿Porque tengo más licencias firmadas de vacaciones en el archivador de las que puedo contar sin los tres cafés de la mañana? ¿Porque la cama de madrugada volvía a estar ocupada sólo por el cuerpecillo de mi hija y el mío, esperando a que la otra almohada acogiera una cabeza masculina? ¿Porque la alumna es la primera vez que tiene una aguja en la mano, y anda asustada? ¿Porque es la primera vez que tengo a cargo una estudiante, y me siento más responsable que de costumbre?
Y, entonces, el paciente me mira y sonríe. De pronto esa conexión hace que no importe nada más. Sus ojeras me dicen que lleva muchas malas noches en su vida, y que las mías a su lado se quedan en un ratillo sin sueño. Que ha pasado por muchas enfermedades de sus hijos, y que al final siempre han vuelto al colegio a los dos o tres días. Que ahora son ellos los que cuidan de sus achaques, y que son los nietos los que se vienen a arrancarle las sonrisas con sus muñecos de trapo y sus tiritas en las rodillas. Y que hace años que la almohada del otro lado de la cama se quedó vacía, tras una larga enfermedad de su esposa, y una corta estancia en una pequeña habitación de cuidados paliativos.
Ha tenido tantos lunes malos…
Y mientras le devuelvo la sonrisa y dejo de contar las arrugas de sus ojos, la alumna usa por vez primera la aguja, y consigo soltar el aire que contenían mis pulmones en un liberador suspiro. Mi mano se posa en su hombro, dando el apoyo que sé que necita, reconfortándola tras su instante de terror… y el mío. Su corazón de novata se hincha de orgullo. Aquel señor que nada tenía que temerle a una aguja sigue hablando con la alumna como si estuvieran tomándose un café en una terraza al lado de la playa. Y por fin soy capaz de integrarme en las bromas de la mañana, sabiendo que mi hija está bien, que el mundo sigue igual que siempre.
Mi pequeña está siendo cuidada por una mujer mucho más veterana que yo. Esa que enterró tantas veces la nariz en el pliegue de mi cuello cuando no era sino un bebé, embriagándose con el olor de mi piel de recién nacida. Esa que se echó a llorar cuando mi garganta le regaló mi llanto en la primera bocanada de aire, erizándole una piel que aún no se ha recuperado. Esa que grabó la imagen mía de bebé en sus retinas, y que me sigue viendo de la misma forma, aunque empiece a tener canas. Esa madre que cuando me tuvo en su pecho agarró mi mano y contó mis dedos, porque necesitaba saber que yo estaba entera. Mi madre… que contó también los deditos de mi hija con lágrimas en los ojos, sin saber muy bien como había sido que yo hubiera dejado de tener el mismo tamaño que el bebé que ahora acunaban sus brazos.
Mi hija estaba bien. El trabajo estaba bien. La alumna estaba bien.
Y el señor con el corazón más grande que el pecho luce espléndido. Sabe que ha ayudado a formar a una nueva enfermera, que ayudará a personas como su esposa, aunque sólo sea haciendo compañía, cogiendo su mano, y no perdiendo la sonrisa.
Una mirada y una curvatura en los labios. ¡Qué importante podía ser eso!
El mundo seguía bien porque nos empeñábamos en no perder la sonrisa un nefasto lunes por la mañana.
Por más canas que me salgan siempre se me parará el corazón en ese preciso instante en el que me digan que tengo que supervisar a una alumna. Por más días que pasen por mis cuadrantes indescifrables para el común de los mortales, siempre tendré en la mente a aquella estudiante que fui hace ya mil años, que no sabía si la tutora le echaría la bronca por querer ponerse unos calcetines de colores como había visto que llevaban las veteranas enfermeras en planta. Y que cuando se graduó recibió de su padre el primer fonendoscopio, que aunque ahora apenas uso, no dejo nunca lejos de mi vista.
Porque siempre se puede despertar mi hija a las tres de la mañana, necesitando unas manos que la mimen, unos ojos que la miren… y mis oídos, deseando escuchar su respiración acompasada, o sus canciones infantiles. Que a ella siempre la gusta estar con el fonendo puesto en sus pequeñas orejas; cantando flojito a la campana, escuchando su voz y los latidos de su corazón para entretenerse, mientras la fiebre baja…
Magela
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