Cruces de espigas

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Su cuerpo se balanceó levemente hacia tras, y sus pies dejaron de sostenerle. Las doradas espigas le rozaron las mejillas, depositando entre su pelo los tesoros que escondían en su seno. Era una caída infinita, y sin embargo, no duró más que unos insignificantes segundos. Lo difícil llegaría después de que su cuerpo descansara en el suelo…

La espera.

Las espigas le acariciaron la espalda con dulzura; algunas intentaron no ceder ante su peso y no perder la compostura, con la intención de no permitir la desaparición de una vida entre sus hojas secas. Un alma, tal vez, enredada entre ellas y castigada sin el descanso prometido. No querían ser carceleras de los sueños rotos, de los suspiros ahogados. Pero era inútil resistirse, y el cuerpo caía…

Las doradas corazas que protegían el trigo volaron sobre su cabeza, produciendo difuminadas sombras sobre el rostro masculino al ocultar los últimos rayos del sol. Y al fin su espalda reposó sobre la fría y húmeda tierra, cubierta por un lecho de pesarosas espigas que se habían tenido que resignar y aceptar la muerte entre sus tallos.

Lo duro sería la espera…

Y allí permanecería él, un inútil cuerpo dibujado por el resplandor de los altos tallos, perdido bajo la inmensidad de un cielo que se teñía con los crepusculares rojizos de la sangre, la misma que salpicaría todo a su alrededor después de la espera. Un marco de grana y oro para sus miembros mutilados.

Cuando el sol, invitado por el amanecer, invadiera el firmamento en la nueva jornada, las cuchillas afiladas del acero de una máquina segarían su vida, al igual que lo harían con las espigas que ahora le daban cobijo.

Y nadie le vería morir.

Los únicos testigos serían las que compartirían con él la intimidad de su último suspiro, tal vez desgarrado por el dolor si la muerte lo encontraba despierto, o su último pensamiento o sueño… si  no despertaba antes de volver a morir.

Los únicos testigos serían también las sedientas cuchillas que calmarían la sed con su sangre, cubriéndose de matices rojizos tras despedazar su cuerpo. Cuchillas enterradas en su carne ávidas por morderla. ¡Cómo deseaba aquella unión! Sería poseído por el acero, se entregaría a él por un breve instante, y luego seguiría su camino, abandonándole en la oscuridad de la nada, esa nada en la que esperaba que se convirtiera todo. Oscuridad donde se esparcirían los pedazos de alma que no hubiesen sido atrapados por los lamentos de las espigas segadas junto a él.

Y seguirían su camino, siéndole infiel, buscando nuevas presas a las que unirse en carnal sacrificio. Y todo acabaría. Su sangre teñiría la tierra humedecida por las gotas de rocío, y oscurecería luego por los rayos del sol. Y sería olvidada.

Y el olvido le concedería la paz.

Las estrellas hicieron su aparición en su corte de oscuridad infinita, como queriendo conceder al condenado unos momentos de quietud antes de que fuera ejecutada la fatídica sentencia; tal vez, y así lo esperaba, de liberación. Las espigas se alzaron hasta el cielo uniéndose con ellas, oscurecidas y tenebrosas. Las únicas cruces que señalarían el túmulo donde yacerían sus restos desmembrados.

Lentamente, sus ojos se cristalizaron ante el brillo de sus soberanas y formaron vítreos diamantes salados, que se unieron al brillo de las estrellas. Casi sin darse cuenta sus párpados se cerraron bajo la influencia de la tranquilidad deseada, y poco después se quedó dormido.

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