El reflejo plateado de la ,dueña de la noche teñía la tranquila superficie del espejo dulce que hacía miles de años alguien había incrustado en su nada particular. Ciertamente era el lugar más hermoso que los mortales poseían en su terrenal mundo. El problema estaba que el regalo de los poderosos creadores del universo no había sido creado para los humanos, por lo que la entrada a él era un sacrilegio, castigado con un sufrimiento que sólo los dioses podía infligir y que ningún hombre podría soportar sin sucumbir pidiendo clemencia. No por nada era el santuario que los todopoderosos habían destinado a un animal sagrado, donde lo escondían desde hacía miles de años, y al que habían concedido el don de la inmortalidad. Viviría eternamente si no salía de esa tierra acotada.
Lo habían desposado con la Diosa Luna, de delgada figura blanca y cabellos de plata, cuyos ojos grises y cantos melodiosos acompañaban las solitarias noches del negro animal. Pasaba las horas oscuras contemplando a la promesa de amor que brillaba en el firmamento, tremendamente lejos. Cuando llegaba el día y su amada se ocultaba eclipsada por la fuerza del poderoso Rey Soy, la gran bestia se tumbaba a la sombra de los sauces de su pequeño paraíso a observar con rencor los destellos del carcelero que raptaba y retenía a su amada Luna durante su reinado. Así, caía rendido por el cansancio. No comprendía el empeño de los dioses por apartarla de su lado durante tanto tiempo, cada día de su vida.
¿Por qué? ¿Qué había hecho él para merecer el cruel castigo de sus perpetuos protectores?
En su santuario estaba solo, y por más que bramaba su pregunta al gélido viento en invierno, o calurosa brisa en verano, no obtenía nunca una respuesta, mortal o inmortal. Ni tan siquiera su dulce y bella esposa le desvelaba en sus canciones su duda.
Los años pasaron y el animal sagrado fue perdiendo poco a poco la esperanza de poder reunirse con su amada. Ella era una diosa y nunca bajaría a la tierra renunciando a tal estado, aunque el premio fuera compartir el resto de su vida con él. Cuando al fin se convenció de ello, una noche de oscuridad infinita, como otras tantas en las que se había desvelado en soledad, una lágrima de fino cristal resbaló por su peludo hocico, y deslizándose por la humedad de la nariz cayó a la laguna, confundiéndose en la dulzura de sus aguas. La segunda lágrima desdibujó una perfilada figura en la superficie estancada que no había visto antes porque se había acostumbrado a mirar al cielo, y no a las aguas. La miró expectante mientras la imagen volvía a formarse, y descubrió en la laguna la silueta más bella y perfecta del mundo.
La esfera brillante y pálida de su esposa reposaba sobre las aguas.
Su corazón de animal se alborozó y sus ojos profundos y negros, tan negros o más que su pelaje, se abrieron inmensamente para captar toda la belleza de su amada Luna. La diosa tranquila había bajado a la tierra para darse un baño en sus aguas y consolar a su amado y devoto esposo. Olvidó todas las penas de pronto. Las largas horas de sol y las cortas estancias de la dueña de su corazón allá arriba en el cielo. Olvidó su angustia y su miedo, su rencor y sus celos.
Simplemente volvió a sentir…
No iba a permitir que se escapara.
Quiso besarla por vez primera, pero con el roce de su hocico sobre la superficie de la laguna su bella esposa se difuminaba. Pensó, entristecido, que su amada diosa huía nuevamente de él, no queriendo ser tocada por un simple animal, por muy inmortal que fuera. Un juguete de los eternos creadores. Le asaltó también su confusa mente, buscando otra explicación menos dolorosa, la idea de que la Luna estaba bajo un poderoso hechizo que evitaba que él pudiera rozarla. ¡Tenía que haber un motivo!
Pero cuando volvió a mirar al estrellado la vio reinando entre sus súbditos brillantes. ¡Lo había engañado! ¡Jugaba con su enamorado corazón! Había dedicado toda su larga vida a adorarla, siendo su incondicional amante y trovador, y ahora se burlaba de él. Su ira estalló en un impulso incontrolado y con sus patas delanteras rompió en mil pedazos cristalinos el reflejo de la mentirosa que simplemente le había regalado su imagen.
A la que estaba dolorosamente unido…
Corrió lejos de ella, apartándose de la laguna al ver que volvía a recomponerse el reflejo. trató de olvidar todas las canciones que en sus días de bardo había compuesto para halagar su hermosura. No quiso volver a mirarla, aún sabiendo que probablemente lo seguía. Por más que corriera ella reinaba en la noche, y aún faltaban muchas horas para que abandonara el cielo. Mientras, ya lejos porque el animal no cejaba en su empeño de alejarse, de los fragmentos plateados del reflejo en la laguna se formó una borrosa figura, como si de pronto el calor estuviera haciendo que el agua se evaporara formando una silueta femenina. Tal vez sólo fue el deseo romántico del narrador el que creyó ver a la luna envuelta en seda blanca deslizarse desde la laguna al firmamento, pero eso a estas alturas, cuando hace tanto tiempo que pasó, no vamos a conseguir averiguarlo.
Se oye susurrar al viento, cuando hay luna llena y te acercas a la colina, la historia de cómo aquel animal, desesperado y loco de amor, se arrojó desde lo alto del acantilado maldiciendo a la mística quimerista por haberlo abandonado, aun sabiendo que no se puede uno desprender de algo que simplemente se le ha impuesto, porque jamás había llegado a aceptarlo. Ahora aquella laguna permanece tranquila, sin rastro de animales porque todos sienten el dolor de la bestia, y los humanos tampoco se acercan porque el aire siempre los invita a marcharse, apesadumbrados.
Puede que también el susurro del viento sea un mitificador, pero cuando se le oye relatar la historia, allá en lo alto de la colina desde la que se divisa la laguna y el acantilado, siempre finaliza diciendo que en su caída el sagrado animal fue recogido y acunado por los brazos de la Luna, que lo envolvió en su vaporosa túnica y lo llevó hasta su reino, convirtiéndolo en la constelación más hermosa y más cercana a ella en las frías noches de invierno, para que sus canciones de amor la adormecieran mientras se amasen durante el resto de los días.