Turrones

magela Deja que te cuide... con palabras, La Pluma de Magela Gracia Comenta

Relato premiado con el segundo puesto en el concurso de Relato corto del CELP 2016

Le saqué la lengua a mi compañera cuando me vio entrar en el cuarto de estar con una nueva caja de bombones. Pero, más que nada, se la saqué porque puso los ojos en blanco y comenzó a disimular una sonrisa tapándose la boca con la mano.
— ¿Envidiosa de mi chocolate? -me burlé yo, dejando la bolsa sobre la mesa del comedor-. Seguro que a ti los pacientes sólo te traen carbón.
— Dura más. Te apuesto a que esos bombones no llegan al primer asalto.
Busqué la caja con mi nombre entre las que se amontonaban pegadas a la pared del fondo, junto a las garrafas que repartía el chico del agua. La mía se había quedado en lo alto de una torre de diez, en precario equilibrio. Tuve que coger una silla para subirme a ella y tratar de alcanzarla, ya que no era, lo que se decía, lo suficientemente alta.
Más bien… tirando a bajita.
— ¡Al menos, quítate los zapatos! -me reprendió, empezando a mordisquear una galleta integral que estaba mojando en yogurt.
Le lancé el primero de los zuecos que me quité.
Lo esquivó bien, la muy puñetera.
Me llevaba muy bien con esa enfermera.
Bajé la caja y la puse sobre la mesa del comedor, esa que usábamos cuando los turnos eran tan complicados que el trabajo nos impedía ir a comer a casa, o a disfrutar de un menú de siete euros en el bar de la esquina. Siempre era mucho más rápido calentar en el microhondas una fiambrera de alguna comida venida a menos del domingo que esperar a que te sirvieran los dos platos, pan agua y postre que ofertaba el letrero de pizarra del restaurante donde todas teníamos tarjeta de puntos.
Abrí la caja e hice inventario. No me fiaba de la buena voluntad y la deportividad de algunos de mis compañeros. Había enfermeros a los que no les gustaba perder ni cuando hacían dieta, por lo que los kilos siempre se quedaban en el mismo sitio.
— Dos de polvorones, una de bolitas de coco, cinco de peladillas…
— ¿Peladillas? -preguntó ella, regañando el gesto y poniendo cara de asco-. ¿Todavía hay gente que se las come?
— Lo que se dice comer… Yo creo que más bien se chupa.
Entendí que mi compañera estaba pensando en otra cosa cuando rompió a reír en una sonora carcajada. Le hice un gesto despectivo con la mano y seguí haciendo inventario. Estaba todo, turrones y almendras rellenas incluidas.
— ¿De verdad piensas que alguien va a robarte? Lo del concurso se te ha subido a la cabeza.
Ella señaló la suya, repleta hasta arriba de productos navideños que sus pacientes le habían ido regalando. Lanzó desde el sofá el envase de yogurt vacío a la papelera y encestó desde tan lejos. Hasta buena puntería tenía.
— Los pacientes de tu cupo tendrán más dinero que los míos para hacer regalos.
— Sí, ya…
Nuestro centro de salud estaba ubicado en una zona tan marginal que ninguna de las dos dábamos por buena esa excusa. Aun así, algunos de ellos habían sacado de donde no tenían para hacernos llegar ese
detalle a las consultas, recién estrenado el mes de diciembre. A ninguna de nosotras nos apetecía rechazar el regalo, más que nada porque muchos de ellos se sentían ofendidos si no aceptábamos el turrón de chocolate que habían elegido con tanto cariño para agradecernos lo que hacíamos a diario por ello, y aunque de vez en cuando habíamos conseguido que volviera de vuelta en las manos de algún nietillo si daba la casualidad de que venía acompañando a su abuela -que o los pacientes mayores hacían de canguro o se hundía el país sin mujeres que trabajaran para sacarlo adelante- ya que ellos estaban siempre más predispuestos a abrir la mano cuando se trataba de sujetar una golosina.
— No me lo desprecies, mi niña -decía entonces la paciente, arrugadita de tanto sol directo a la cara sin nada que la protegiera, cuando trabajaba doce horas seguidas en los tomateros-. Sé que no es ni turrón del bueno, de ese del que regresa a casa todos los años para Navidad, pero no me llega la pensión para más.
Al final, con el estómago encogido, coges el turrón, le das un fuerte abrazo y le deseas una feliz Nochebuena, a sabiendas de que, probablemente, no vaya a ser para nada buena. Que tal vez la pase sola en casa comiendo un bocadillo de lo que tenga en la nevera, haciendo caso omiso a la dieta que le recomiendas que lleve para controlar su diabetes, y que casi nunca puede seguir porque prefiere que su nieto tenga un paquete de galletas en casa cuando va de vez en cuando a verla que gastarse ese dinero en un poco de verdura para hacerse un potaje en condiciones.
— La verdura antes se podía comprar -comentan ellos, cuando me miran con los ojos llenos de añoranza y tiempos pasados. Probablemente en los que no les dolía sacar un euro de la cartera porque sabían que podían costear la cesta de la compra. Cuando la nevera estaba llena y las esperanzas estaban altas-. Pero ahora es como si compraras rodaballo.
Y yo, que dejo el turrón sobre la mesa y les doy otro abrazo, asiento porque sé al precio al que están las cosas… aunque todavía no me duele pagarlas, y los veo partir tras abrir la puerta de la consulta, con los hombros hundidos por las cargas tan pesadas que hace años ya nos les dejan enderezar la espalda.
— Pensé que te ganaría…
— ¿A mí? -me pregunta, como si de verdad estuviera sorprendida-. Lo siento, pero no. Mis pacientes me adoran.
Ese año habíamos encontrado, entre todos, una forma de sentirnos menos culpables por aceptar aquellos regalos. Habíamos hablado con un comedor social y habían agradecido, encantados, que les hiciéramos llegar todos los turrones, polvorones, bombones y peladillas -¿quién demonios seguía comiendo peladillas?- que regalaban a las enfermeras en diciembre.
Aún estábamos tratando de convencer a los médicos para que se unieran a la campaña.
— Lo importante es que vamos a entregar mucha comida a gente que la necesita…
— Sí, claro -respondió con sorna-. Pero yo voy a contribuir más.
Le arrojé el otro zueco.
Tampoco en esta ocasión di en el blanco.

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