Capítulo 1

Magela Gracia Sex Club del Demonio, ¡Quiero leerlo YA! Demonio Comenta

«Llega el momento en el que tus demonios te piden un
infierno más grande».

Ángel miró cómo el whisky se deslizaba sobre el hielo y caía
al fondo del vaso. Las piedras heladas empezaron a rajarse
y sonrió pensando en que todo se derretía cuando lo
tocaba. Y no hablaba solo de las mujeres, que también, sino de
cualquier cosa que se encontrara a su paso por las calles de Madrid.
La ciudad a la que había ido a parar hacía unos meses, para
alejarse de mí.
No era ni la mejor ni la peor de las opciones que había
barajado, estoy seguro, pero con un ambiente revuelto en las
calles, un Gobierno convulso, unos habitantes que pasaban de
todo y la mayoría de sus compañeros eligiendo destinos más
apetecibles en Estados Unidos, le había parecido que España tenía
el suficiente nivel de corrupción como para que un demonio como
él pudiera pasar lo suficientemente desapercibido… Hasta que le
apeteciera que nadie pudiera ignorarlo.
Así éramos los de nuestra especie. Volubles.
El mundo de los hombres tenía cosas buenas, pensó Ángel
mientras se llevaba a la boca el vaso y dejaba que el alcohol se
calentara entre la lengua y el cielo del paladar.
Sí, le gustaba calentar. El ambiente, por descontado, pero la
entrepierna de una mujer se había convertido en todo un reto para
él en ese último ascenso. Le costó un poco acostumbrarse a la
voracidad y a la rebeldía de las chicas, pero tras un par de
encontronazos serios había aprendido a domar su carácter en vez
de acabar irritado, con dolor de cabeza y con ganas de deshacerse
de más cadáveres de los que la pequeña agencia que tenía
contratada era capaz de colocar sin llamar la atención.
También podría haberlo hecho él, pero le gustaba que otros se
encargaran del trabajo sucio y asegurarse, de ese modo, de que
seguirían viniendo unas cuantas almas a rendirme cuentas en el
momento en el que exhalaran su último aliento. Teníamos el
negocio bien montado. Y nos gustaban los tipos emprendedores.
—No te conviene que entren a tu club preguntando cuándo
fue la última vez que metiste la polla entre las piernas de la chica
que apareció en el vertedero la semana pasada —le sugirió otro de
los demonios justo antes de despedirse, a poco más de medio
kilómetro del suelo, mientras observaban desde esa distancia las
luces parpadeantes de alguna de las ciudades. Era como si hiciese
una eternidad de aquello y apenas si había pasado un año—.
Puedo pasarte uno de mis contactos para facilitarte la adaptación.
—Ya te digo algo —le respondió Ángel decidiendo si estaba o
no molesto con el otro demonio por insinuar que iba a necesitar
ayuda para gestionar su asentamiento. Sacó del interior de su
chaqueta un enorme puro y se lo ofreció al otro.
A esa altura la temperatura era baja de narices, pero como a él
no le afectaba el frío se planteó lo de fumárselo allí mismo o
esperar a llegar al suelo.
—Dudo mucho que vaya a prender aquí —le comentó el
otro—. Cosas del oxígeno.
Ángel miró el puro y lo guardó otra vez, decidiendo que no
pasaba nada por posponerlo unos minutos. Llevaba demasiado
tiempo fuera como para recordar esas cosas. Quizá sí que estaba
desentrenado.
Después del primer puro se había fumado ya unos cuantos,
tantos como ratos tuvo libres tras decidir lo que quería hacer allí,
en Madrid. Y, como no le costó demasiado trabajo centrarse en
las opciones que le ofrecía la ciudad, en cuanto pudo negoció el
precio de compra de un local magnífico en el mismo centro, en
plena Gran Vía.
Y, como el dueño no quiso venderlo…, sufrió un pequeño
accidente.
¡Bien por mi chico!
Un infarto sin importancia, mejor eso que hacerlo arder
delante de sus abogados, en la reunión en la cual rechazó su oferta
de compra. Fue entonces cuando entendió lo de la utilidad de esos
limpiadores de los que había hablado su camarada aquella vez,
pero por suerte no hicieron falta en esa ocasión. Un infarto no
llamaba la atención por más que se pensara que aquel tipo tenía
una salud de hierro. Esas cosas pasaban en las mejores familias.
Se desplomó sobre la mesa cuando, indignado, acababa de
rechazar el contrato que le había acercado Ángel a los morros.
¿Querían convertir su precioso teatro en un local de alterne? ¿Un
templo dedicado al sexo, a la lujuria, al desenfreno? Bien mirado,
con la edad que tenía el tipo era normal que hubiera sufrido un
infarto de la impresión.
Los abogados reconocieron —sin duda alguna, pues
apreciaban mucho cada uno de los latidos de sus respectivos
corazones— la firma falsa que se plasmó en el contrato de
compraventa cuando todos y cada uno de ellos comenzaron a
sentir una fuerte presión en el pecho, aún con el cuerpo de su
representado caído sobre la mesa de caoba. Ojos abiertos y gesto
de dolor en su último segundo de vida. Tuve que reconocer que
Ángel no hizo un mal trabajo para ser un novato en la tierra, pero
yo le habría aconsejado eso de convertirlo en cenizas delante de
todos. Habría sido mucho más melodramático, aunque quizá igual
de efectivo.
Y la mesa era bonita…
Cada uno tenía su estilo.
—Gracias por su ayuda, caballeros —se despidió Ángel con
los papeles bajo el brazo, acompañado de su equipo de abogados
que también miraban el cadáver con cierta aprensión—. Enviaré
una bonita corona al tanatorio. Una lástima su muerte. Espero que
su viuda disfrute de los millones de la venta.
Nadie osó no estrecharle la mano, pero ninguno logró que no
se le acelerara el pulso o no le temblaran los dedos cuando lo hizo.
Un par de semanas más tarde, ante el asombro de unos y la
desaprobación de otros, abría las puertas Sex Club del Demonio,
un local dedicado única y exclusivamente al placer de la carne en
pleno centro de Madrid. ¡La burocracia estaba hecha por y para
los demonios!
¡A joderse, mortales!
Y allí estaba Ángel, ataviado con uno de sus impecables trajes,
mesándose la barba blanca en pico mientras miraba su reflejo en
el espejo que cubría toda la pared trasera de la barra de su pub.
Delante, cientos de botellas del más exclusivo alcohol que se podía
importar tapaban un poco parte de su cuerpo.
Le había costado bastante conseguir que su imagen hiciera eso
mismo en el espejo y, cuando se dio cuenta de que en verdad le
importaba una mierda que la gente saliera huyendo de él porque
no se reflejaba, fue cuando encontró la solución. No era que le
disgustara infundir miedo; todo lo contrario. Pero había veces en
las que era mejor que la persona con la que hablabas no saliera
corriendo. A veces, hacía que su imagen apareciera y desapareciera
solo para notar cómo se les erizaban los pelos de la nuca a los
humanos.
Terminó la copa, sacó otro puro de su bolsillo y lo encendió
sin tener que echar mano al encendedor. Sus «amigos» se habían
acostumbrado también a ese gesto, pero la primera vez que le
ofrecieron fuego y lo prendió él mismo sin necesidad de echar
mano al mechero más de uno se meó encima.
Y no era una frase hecha.
Sonrió al portero, el cual le pidió aprobación desde la entrada
para abrir las puertas y dar la bienvenida a la noche madrileña.
Asintió comprobando la hora en su reloj de pulsera. En verdad,
tampoco le importaba demasiado cumplir los horarios de
apertura. Ya sabía más de uno lo que podía pasar si le llegaba una
multa o si entraba algún policía en el local. El boca a boca
funcionaba que te cagas entre los humanos. No había ni que pagar
a alguien para que difundiera un rumor.
Empezó a sonar Justin Timberlake en el hilo musical. SexyBack
le hizo mover una cadera mientras que la otra pierna permaneció
perfectamente anclada al suelo de cristal que dejaba ver la piscina
que había justo bajo la primera pista de baile. Las chicas que había
contratado estaban de pie en el borde, desnudas, esperando a que
entraran los clientes para zambullirse en el agua. Había sido un
capricho de lo más excéntrico de Ángel, pero yo no iba a ser quien
se lo recriminara. Me gustaban las excentricidades, la opulencia y
el lujo sin medida. Tanto como a él.
Se ajustó el gemelo de la camisa y se tapó la muñeca, donde en
ese momento jugueteaba uno de sus tatuajes, decidiendo si
quedaba a la vista o se ocultaba antebrazo arriba. No le prestó
atención y dejó que los puños de la chaqueta fueran a su sitio
mientras hacía crujir las vértebras de su cuello, moviendo después
los hombros. Desde que había aterrizado en la tierra pocas veces
se había permitido el lujo de dejar libres sus otras extremidades.
Alas, cola, cuernos… y, a veces, crujían un poco.
Tampoco los usaba mucho en Infierno, pero en la tierra seguro
que causaban un poco más de impacto que entre los nuestros.
Ángel tenía unas alas grises bastante imponentes. Era una pena
que hubiera decidido hacer como si no existieran.
—Deja de meterte en mi cabeza —me pidió Ángel hablando
como si tuviera un pinganillo en el oído, aunque bien sabía él que
no me hacía falta que moviera los labios para nada—. Así es
complicado trabajar.
«Ya. Como si fuera más interesante mirarle el culo a las chicas
de la piscina».
Le respondí exultante, contento de que después de varios
meses siguiera notando en él mi presencia.
Volvió a observar el suelo. El agua se veía cristalina, muy
diferente a como solía acabar después de un ajetreado sábado. A
veces, incluso, acababa llena de sangre. La factura del agua estaba
siendo desorbitada, pero nadie le iba a… cortar el grifo.
Se me empezaban a pegar las expresiones humanas de tanto
observarlos para ver cómo les iba.
La sequía no estaba hecha para los demonios. Quizá en
Infierno… sí. Pero en la tierra ya podían sacar agua de debajo de
las piedras para que él pudiera cambiarla de su maldita piscina.
Sí, se me estaban pegando sus expresiones de mortales.
Ángel tenía ganas de nadar…
Ángel tenía ganas de follar…
La noche era joven. Siempre lo era.
Cualquier cosa era más joven que nosotros.

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