Hay que tener mal sexo para saber apreciar el bueno

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Peldaños malvados… Verlos ahora relucientes tras ser limpiados a la carrera. La escalera de mi perdición, la bandida que me tendió la emboscada cuando ya creía que estaba a salvo en mi propia casa. Tu predisposición a la variante, tu firmeza y estabilidad… ¡Y qué fría eres, mil veces maldita! Dejarme la inocencia en ti, en vez de en una cama…

Maldito también el hombre, que zalamero metió la mano en mi falda y tocó zonas de mí que nunca antes habían sido tocadas. Maldito por saber hacerlo, maldito por hacerme gemir y desearlo, maldito por doblegar mi voluntad y hacerme recostar en las escaleras.

Sus gemidos, también los míos… Resonar de voces excitadas en el zaguán. Fuertes, asombrosamente fuertes para lo poco que parece que salen de nuestras bocas. La resonancia del techo alto está haciendo de las suyas transportando a las casas de los vecinos nuestro acto, nuestra impúdica conducta, y casi puedo imaginarlos pegados a las puertas buscando por la mirilla el origen, con la sangre encendida. Gemidos míos que aun no saben formarse en mi garganta de lo nuevo que me resulta, pero tú me acompañas en el proceso. Con tu boca en la mía, soltando tu aliento que después yo transformo en mi propio aire exhalado, mezcla de alcoholes que absorben mis alveolos y me emborracharían de no estar  ya algo bebida.

Tu desgarrador miembro me tomó por sorpresa levantándome la falta en una única embestida, y con dolor llegó a esconderse en mí como si le avergonzara su osadía. Si notaste mi resistencia en la entrepierna no diste muestra de ello, y aunque a mí me partiste el alma por un momento tampoco quise demostrarlo; dos únicas lágrimas que se fundieron con el sudor de mi sien recalentada.

Tu pelvis me machaca contra el peldaño que se incrusta en mi espalda, mis codos apoyados para amortiguar los movimientos salvajes repelen un poco la molestia de estar sentada con las piernas exponiéndote mi sexo, que antes cubría un diminuto tanga y ahora se viste de una humedad que ninguno de los dos reclamamos. Ya no hay dolor en mi sexo, solo aturdimiento y anhelo. Sensaciones contradictoria pero que dislocan mi mente de la realidad más aplastante, que me estás follando en la caja de escaleras de mi casa, que no me gusta cómo me estás follando, y que soy incapaz de decirte que cambiemos de postura para que me hagas menos daño… para sentir  placer en vez del malestar que me angustia. Poca vergüenza la tuya de no ser capaz después de seducirme de darme una experiencia que recordar durante muchos años, mucha vergüenza la mía al no salirme las palabras que tanto deambulan en mi cabeza… Cambiemos, déjame arriba, o ponte detrás y yo te elevo el culo, o cualquier otra, maldita sea, en la que tu polla no me haga sentir tan indiferente.

Pero a ti te gusta, me imagino, porque retozas sobre mí con movimientos compactos y duros. Sudas, y en tu rostro se desdibujan gestos uno tras otro que no consigo compartir, por más que me concentro. Pero tú gimes, me miras y sonríes y tal vez estás dispuesto a concederme unos minutos para sentirme menos íntegra de lo que estoy ahora. Pero no, tus movimientos se aceleran y de pronto tu expresión cambia por completo, al sentir como te derramas dentro, mezclando tu leche con la sangre que todavía mancha el interior de mis muslos.

Y encima limpio yo. Gilipollas.

Miro las escaleras, con una promesa. El sexo aquí va a ser mejor, mucho mejor. Perversos peldaños…

Pero, algún día… benditos peldaños.

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