Contarte mi fantasía ( I )

          No. Estoy segura de que quieres conocer mi mayor fantasía. Pero…
Insistes, tumbado a mi lado en el sofá de tu casa, como si no hubiera nada más interesante en ese instante sobre lo que conversar. Un tema escabroso, sin duda, para amenizar la tarde de domingo con las tazas   de café humeando en la mesilla. Y tremendamente excitante para mí.
Tienes la polla dura.
Parece que también es excitante para ti…
¿Qué habría cambiado? Supongo que ya lo sabes. No hay nada en este mundo que no me hubiera complacido más en aquella época que darle su merecido. Sí, darle por culo a ese jodido cabrón que me hizo   sentir humillada durante tanto tiempo. Y creo que después de todo… el hecho de por fin fantasear con ello, contigo, hacía que me sintiera liberada. Esto decía mucho de la confianza que habíamos llegado a tener.  Sabías lo que me había pasado, sabías lo que había sufrido, y yo sabía que querías hacer algo al respecto…
Te excitaba la idea. Pero, sobre todo, deseabas resarcirme de las penas que otro capullo me había provocado.
Mi fantasía. Esa, que querías hacer tuya… para mí.
Recuerdo aquella tarde en la que, sentados en una terraza a finales de otoño, te había comentado la historia, sin venir a cuento de nada. Nos empezábamos a conocer, y probablemente cualquier tema podía  ser lo suficientemente adecuado. Un refresco en tu mano, una cerveza en la mía. Y tu polla, como muchas veces, endurecida en tu pantalón al escucharme hablar de sexo sin tapujos.
Te conté que todo había ocurrido en aquella acampada. El hecho de desnudarme frente a ti narrándote mis 18 años se presentaba interesante desde tu punto de vista. Pero para mí, que sabía cómo acababa la historia, lo más excitante era saber que estabas empalmado y que me deseabas en aquel momento tanto como cuando me veías ofrecida en tu cama. Se te veía tan atento a mis palabras, aquellas que decidí contarte con algún adorno de más, sabiendo que se me daba bien imaginar situaciones, y que al fin y al    cabo aquello era mi fantasía… creada para los dos.
Pues sí, entre sorbo y sorbo de cerveza te conté como mi chico de aquella época, un noruego afincado en  la isla, había conseguido ser mi novio… no recuerdo bien el motivo. Era mayor que yo, por lo menos cinco años, y se jactaba de tener amplia experiencia con las mujeres. Yo, que ni de broma me consideraba una mujer, y menos sabiendo que era la única de mi grupo de chicas que no había tenido sexo todavía, me sentía muy vulnerable por aquel entonces. Desde jovencita había conseguido que los chicos  volvieran la vista para mirarme. De eso se encargaba mi imponente culo, y mi facilidad para entablar conversaciones salidas de tono con total naturalidad. Había tenido mis escarceos, como todo el mundo a   sus 18, pero nadie había tenido acceso a mi coño. Ahora… Si considerábamos el sexo oral, que en aquella época no contaba como sexo para nosotras… Eso, junto con meter mano al novio, era lo que complementaba mi currículum.
Pues eso, te hablé de mi vulnerabilidad. Al fin y al cabo… tenía miedo. No por nada mi madre me había   dicho muchas veces que no quería saber nada de mis relaciones sexuales, y esa frase tan de madre de “pobre de ti si te quedas preñada”. Por lo tanto, de pensar en dejarme penetrar… ni de coña. Pero en hacer pajas era toda una experta. Y eso mi novio noruego lo sabía muy bien. De esa forma, cuando me enteré    que era la única de mi grupo de amigas que no se la había dejado meter me sentí la chica más estúpida del planeta, cosa de tener 18 años, supongo, y una autoestima en aquel entonces un poco bajilla. Y así, envalentonada, le dije a mi chico que en la acampada que habíamos programado para Semana Santa quería que me hiciera el amor. Sí, ridículo… lo sé… Pero entonces yo no hablaba de follar, y no se me      ocurría decirle a mi novio que quería que me la metiera bien fuerte y duro dentro de una tienda, entre sacos de dormir.
En aquella época decíamos hacer el amor.
Y yo estaba enamorada.
Pues eso te conté, mientras te veía removerte inquieto en la silla de la terraza, marcando bulto en el pantalón, y con la sonrisa medio ladeada. Desde tu punto de vista, muy rocambolesca la historia. Me imaginabas siendo follada en un saco de dormir, dolorida por ser la primera vez, pero completamente entregada al placer que me producía la polla veinteañera de mi novio; siendo cabalgada ofreciendo mis nalgas, más que deseables, para que el muy imbécil se dignara a azotarlas. Ropa a medio quitar, jadeos y  sexo duro…
Pero la historia era un poco menos apetecible. En la acampada cada pareja iba a su rollo, pero también hacía lo mismo el grupo de chicas. Todas sabían que mis intenciones eran separarle las piernas a mi chico   aquella misma noche, y por lo que podía entender, también el grupo masculino lo sabía, ya que no dejaban de mirarme y de pegarle codazos al futuro amante.
Y la noche pintaba bien…
Salvo que los nervios pudieron con mi novio. Se emborrachó alrededor de la hoguera que habíamos prendido para calentarnos un poco. La brisa marina hacía de las suyas a las doce, y el rumor de las olas nos amodorraba a la vez que el alcohol. Algunos de ellos habías sacado unos porros, y las caladas se sucedían entre chupitos de ron y papas fritas. Recuerdo que me acariciaba las piernas, descubiertas hasta las ingles casi, y que sus ojos se perdían de vez en cuando en la línea de la parte alta de mi biquini. Un escueto beso en el cuello complementaba sus atenciones, y pasarme la mano por el culo,  afirmando su propiedad… Yo estaba cachonda, y a la vez tremendamente asustada.
Pero no temía al dolor, o a sangrar durante la primera penetración. De pequeña había tenido un accidente y había perdido el himen, por lo que no esperaba sino una ligera molestia mientras sintiera su polla empalarme por vez primera. Tenía miedo a no saber actuar correctamente cuando lo tuviera encima. Porque estaba convencida de que se podría allí, como tantas otras veces había hecho, justo antes de pararle los pies. Sabía que me desnudaría a toda prisa, como siempre,  colocaría su polla en mi abdomen, y empujaría sus caderas hasta que yo separara mis piernas. ¿Y qué haría con sus manos? ¿Trataría de tranquilizarme, me acariciaría y me besaría mientras se preparaba para follarme? ¿O tal vez, simplemente, escondería la cara en el hueco de mi hombro mientras daba ese primer movimiento? Lo veía más de esto último…
Pero cuando nos levantamos todos para irnos a las tiendas, mi novio se tambaleaba…
Arqueaste una ceja con el detalle, sabiendo que algo no iba a ir según tus planes en la historia. Por tu experiencia, el alcohol no suele ayudar a que una polla se mantenga erecta, y menos con una buena borrachera, y algo de marihuana. Te removiste en el asiento nuevamente. Tomaste algo de tu cola, y volviste a mirarme a los ojos, interrogándome. Querías muchas respuestas en ese momento, y yo tenía un nudo en la garganta que dificultaba el contarte todo sin otra cerveza en la mano. Después de todo… el alcohol a mí me afectaba mucho menos que al capullo de mi novio adolescente.
Entramos en la tienda con dificultad, casi a trompicones. Estaba oscuro y había piedras por todos lados. Mi chico me metía mano descaradamente desde que nos alejamos un poco de la hoguera, mostrando mi   cuerpo a los ojos de muchos de los acampados en la zona. Más tarde aprendí que era divertido mostrar al que mira, y hacerlo sufrir… Pero por aquel entonces me avergonzó una barbaridad que otros tipos a los    que no conocía se llevaran la mano a la polla de forma obscena al descubrirme mi novio un pecho mientras ellos miraban. Agaché la cabeza y entré en la tienda casi desnuda, y él me siguió con la torpeza que dan seis cubatas.
Y se derrumbó sobre mí nada más cerrar la cremallera. Su peso a plomo sobre mi cuerpo me dejó sin aliento. Era mucho más grande que yo, y bastante más pesado. Me atrapó y poco más pude hacer, salvo dejarme besar torpemente, con el olor a alcohol de su boca, y los ojos somnolientos y entreabiertos perdidos en algún punto de mi rostro. Yo estaba tan incómoda que no recuerdo bien si se quitó completamente los pantalones antes de intentar meterse entre mis piernas. Y no estoy segura de si me quitó la parte baja del biquini antes, o simplemente apartó la braguita a un lado. Sentí su mano aferrando su polla, pegada a mi entrepierna. Apenas si podía estar mojada de lo nerviosa que estaba y lo torpemente que se estaba comportando él.
Con la polla en la mano intentó penetrarme, pero no estaba empalmado.
La verga se le escapaba de entre los dedos cada vez que empujaba para metérmela. Resopló un par de veces, y se la meneó con fuerza entre nuestros cuerpos para conseguir empalmarse. Pero no hubo forma. No conseguía la rigidez necesaria para follarme, y su frustración y la mía se hicieron más que patentes a medida que pasaban los minutos.
Se me ocurrió que si gemía y me restregaba contra él algo de efecto conseguiría en su excitación, y con la poca experiencia que tenía me aferré a sus caderas con mis piernas y elevé mi pelvis contra su cuerpo. Me froté arriba y abajo varias veces, consiguiendo que al menos mi vulva se inflamara un poco, y le lubricara la polla levemente. Jadeé contra su oreja, aferrándolo de los rizos rubios. Eso pareció gustarle, y envalentonado con el resultado volvió a la carga, intentando enterrarse nuevamente en mí.
Sentí su polla, sí… pero de forma tan efímera que se me cayó el alma a los pies. En mi cara se reflejó la decepción, sin duda alguna. Había jugado con anterioridad con otros chicos, y sus dedos se habían dejado sentir mucho más que aquella polla. ¡Solo tenía ganas de llorar! Empujó un  par de veces, lo sentí presionar, pero simplemente sus caderas contra mi cuerpo, porque su carne dentro de la mía apenas si tenía algún sentido. Empujó y jadeó… y se derrumbó sobre mí, con un inicio de risa estúpida que me llenó la cabeza.
Rodó hacia un lado y quedó boca arriba, riendo a carcajada limpia. Yo no podía creerlo. ¿Se reía de mí? ¿Se reía de él? Tenía unas ganas horribles de golpearlo y borrarle la estúpida risa de la boca. ¡Por favor! Nunca, en todos mis años de juegos y escarceos, había pensado que mi primera vez podía acabar de una forma semejante.
Dibujaste en el rostro una mirada de comprensión muy sutil, pero es que tus gestos suelen ser más o menos austeros. Aun así, me sentía acompañada en mi rabia en aquel momento, con la idea de que querías resarcirme de mi pena, y que si se te llega a poner delante aquel capullo ahora le habrías partido los morros de un guantazo limpio, lo que llamaríamos con economía de movimientos. No merecía mucho más, después de todo. El daño estaba hecho, y la pena, por mucho que nos gustara pensar, no se iba a ir del cuerpo.
Pedí otra cerveza; ya iba por la tercera. Menos mal que habíamos comido copiosamente y que mi estómago toleraba mucho mejor el alcohol ahora que a los veinte años. Me reí recordando la vez que me emborraché con tequila en un pub homosexual hacía unos cuantos años, y acabé vomitando en los pantalones de un heavy que no tuvo tiempo de apartarse cuando me vio inclinarme sobre él. Ahora podía reírme de eso, pero en aquel momento a nadie le hizo gracia, y a mí tampoco.
Seguí relatándote que no podía darme por vencida, y que en vista de que mi novio no parecía tener ya la más mínima iniciativa, me lancé yo hacia su polla flácida. La cogí entre los dedos y me la metí en la boca, como tantas otras veces había hecho, esperando los mismos resultados. Pero ni mi novio se concentraba, ya que continuaba riendo, ni yo podía obtener grandes logros, ya que poco caso le hacía a mi lengua, que acariciaba su capullo blando una y otra vez. Chupé y jugué con su carne, lamí y la ensalivé todo lo que pude. Gemí contra su polla, acaricié sus huevos y le dediqué todas las atenciones que tenía en mi repertorio en aquella época, que aunque no eran pocos no son desde luego todos los que poseo ahora, tras quince años de experiencia chupando pollas.
No tantas, te insinué con la mirada, cuando arqueaste una ceja, divertido. Al fin y al cabo, ya sabías que de todas las que habían disfrutado de mis atenciones, la tuya siempre había sido la más agradecida.
Me ruboricé al pensarlo, y luego al decirlo…
Y bueno. ¿Qué más contarte? No se le levantó, como puedes imaginar. Lo más humillante de todo fue que se quedó dormido riéndose, y mientras aún la tenía en la boca empecé a escucharlo roncar sonoramente. Lo miré con rabia, entre la oscuridad de la tienda y las lágrimas que empezaban a empañar mis ojos. Y lo odié enormemente. Bajé la cremallera y poniéndome lo primero que encontré en la gran mochila que habíamos llevado salí al fresco para que el salitre de la playa se mezclara con el mal sabor que tenía en la garganta. Sabor a fracaso, rechazo, impotencia… Pero sobre todo vergüenza.
¿Acaso era yo peor que cualquiera de las otras chicas a las que ese gilipollas se había follado? ¿Qué tenía de malo mi cuerpo para que no se le hubiera puesto dura? ¿Qué había hecho yo mal?
Humillada y ridícula. Así me sentía. Y con ese sentimiento metí los pies en el agua, y me dejé relajar a la orilla de la playa de rocas. Las frías olas me hacían temblar y tomar conciencia de mi cuerpo, que hasta hace unos momentos estaba tenso y caliente. Ojalá en aquel momento hubiera sentido que la culpa era de él, y no mía. Pero no podía sino culpabilizarme de su incapacidad para ponerse duro. Eso marcaría mis días de adolescencia tardía, en la que busqué, sobre todo, que los hombres no me rechazaran.
Sí. Mientras se me mojaba el culo sentada en una piedra a orillas de la playa, me prometí que ningún tío volvería a hacerme sentir tan insignificante. Si estaba buena, era simpática e inteligente, ¿qué podía tener de malo follarme? Imagino que el que yo me hubiera tomado un par de copas también hizo que mis sentimientos de negatividad se acentuaran más, pero ya sabes que en esos momentos a las cosas racionales no les doy demasiada importancia.
Asentiste, sabiendo que yo era de todo menos racional cuando andaba de capa caída. Aunque lleváramos entonces poco tiempo saliendo habías podido comprobar que mis emociones se podían volver muy nefastas para mí, haciendo que las personas que me rodeaban desearan salir corriendo en más de una ocasión.
No volví a la tienda. Cogí mi saco de dormir y pasé la noche a la intemperie, viendo pasar los jirones de nubes que ocultaban de vez en cuando a la luna. A veces dormitaba, pero el sueño era tan desagradable que despertaba nerviosa y con los ojos anegados en lágrimas. Y al clarear la mañana estaba tan dolorida de las posturas que había cogido para descansar que me acurruqué en la tienda de mi hermana en cuanto ella se levantó con su novio. No quise saber de nadie en todo el día, ni tampoco de mi novio.
Recuerdo que tuvo la osadía de hacerme el comentario de volver a intentarlo esa noche. No le escupí a la cara de milagro.
Sí, mi primera vez fue un verdadero desastre. Menos mal que la cosa había ido mejorando. No te conté que pasó después con mi novio, ni si rompimos o volví a darle otra oportunidad para sentirme bien follada. Tampoco creo que te importara tanto. Sentías cierta curiosidad por la vez que me habían desvirgado, y en verdad no pensaste nunca, en aquella terraza, que acabara contándote todo con tantos detalles. Ni que la cosa hubiera salido tan mal.
Y ahora, acurrucados en el sofá, disfrutando de la complicidad que da conocernos desde hace ya bastante, no recuerdo cuánto… me preguntas qué habría cambiado.
          ¡Dios! Lo que habría cambiado…
Sin duda, allí terminaba la historia triste.
Y empezaba mi fantasía.
          ¿Quieres que te la cuente? Pues estás en ella…
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Magela Gracia

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3 Comments:

  1. sí, cuéntamela entera 😉

     
  2. …si, no dejes de contarnos…

    Marcox

     
  3. No puedes negar tus maravillosas y excitantes letras……

    Néstor

     

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