PRÓLOGO.
UNA MANCHA EN LA CAMA.
Me atrevo a entrar en el dormitorio, con la luz de la luna como única compañera. Pero al hacerlo me golpeo los dedos de un pie contra la pata de la cama. Esa pata, donde aún permanece atada la cuerda con la que me dominaste hace un par de noches, y que me habría servido para retenerte si me llego a dar cuenta de que ibas a desaparecer de mi vida. La miro, tirada en el suelo de cualquier forma, y la recuerdo enredada alrededor de mis brazos, vistiendo la piel desde las muñecas hasta los codos.
Las marcas de los brazos habían desaparecido, pero todavía permanecía mi coño mojado…
Enciendo la luz de la mesilla. Las sábanas andan arrugadas a los pies del colchón, pues esa noche nunca llegaron a taparnos. Se quedaron enroscadas sirviendo de poca ayuda, salvo por la que prestaron cuando te vi vestirte tras permanecer abrazados un rato. Entonces, apareciendo un pudor que nunca he tenido y que no se puede explicar hasta que te sientes tan indefensa con tu propia piel expuesta, las enrosqué para taparme mientras me levantaba y me ponía a tu vera. No esperaba que fueras a desaparecer tan pronto, sin apenas clarear el día.
Pero es que no eras mío… Ni de nadie.
El deseo, como mismo viene, desaparece…
La puerta se cerró llevándose tu olor y tu calor, y yo me quedé pasmada, sentada en el borde de la cama que ahora me ofrecía el mismo consuelo que entonces. Las camas vacías tienen una extraña forma de llamarte para tumbarte, pero no reconfortan sin el abrazo que da paso a un suspiro, a un cerrar de ojos, a un beso tierno y un buenas noches susurrado al oído pesaroso.
Y el olor a sexo…
Allí, en la sábana donde podía intuir mi cuerpo junto al tuyo, estaba la mancha que me tiene paralizada. La que me dice que eras real, que te he sentido y me has tenido. Supongo que tu esperma se escapó de entre mis piernas mientras me abrazabas minutos después, y allí se quedó, dando fe de tu existencia, con la tranquila impasividad de los que nada tienen que demostrar. Una mancha, como tantas otras antes, a la altura justa…
Suspiro. Suspiro aunque la cabeza se me llena de gemidos.
A pesar de haber tardado dos días en volver a casa, a enfrentarme a la imagen de la soledad, allí estaba. Una mujer tiene siempre tendencia a levantar la cabeza, aunque se baje la barbilla de vez en cuando. De todo se recupera una. De las ausencias, y de las presencias.
Y tú eras las dos cosas.
Más valía una mancha de semen en las sábanas… que mancharlas con lágrimas.
Magela
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