Cigarrillos de chocolate

magela Deja que te cuide... con palabras, La Pluma de Magela Gracia Comenta

Relato ganador del Concurso de Relatos del CELP 2014.

Hoy se jubila, por fin, la enfermera que me da siempre tanto trabajo. ¡Ya era hora! Yo misma he sido la que le he subido las cajas para que empiece a guardar todas sus cosas. He tenido que buscar embalajes de los grandes, de esos que vienen para las gasas no estériles o las mascarillas nebulizadoras. La auxiliar de enfermería, La Juana, me ha ayudado a vaciar las que me hacían falta.

  • ¿Estás de mudanza?-, me preguntó, apilando un par de paquetes de gasas.
  • Sí, me tocó la Lotería de Navidad y me mudo a un chalet en el campo-, le contesté, con cara burlona.

La Juana me sacó la lengua, y yo le hice un gesto un poco más obsceno. Teníamos confianza, después de tantos años, tantos cafés compartidos, y tantos cigarros fumados en la acera de enfrente del centro de salud, (ya que en la puerta estaba prohibido) cuando las dos aún fumábamos.

Y tantos berrinches, también, mientras lo dejamos juntas.

  • La Loli las necesita, que es su último día. Mañana en vez de ponerse el pijama se pondrá el bañador en la playa.

Mi compañera se rió por lo bajo, sabiendo la envidia que me producía. A mí… y a casi todos los del centro, que más de uno en vez de apagar el despertador por la mañana lo estampaba contra la pared, y un día iban a perforar un muro y se barruntaba una desgracia. Para ellos se había inventado ese artilugio que ahora saltaba de la mesilla de noche y empezaba a girar por todo el suelo del dormitorio, con sirenas y luces estridentes, para que tuvieras que salir corriendo detrás de él y apagarlo. Iba a ser el regalo estrella del Día de Reyes. Yo misma había pedido uno, pero seguramente mi marido le pondría una denuncia al Rey Mago que se atreviera a dejarme ese paquete debajo del árbol.

  • La Loli necesita cajas grandes. Tiene de todo en esa consulta.

Yo asentí, mientras reforzaba los cartones por debajo con esparadrapo, para que no se abrieran cuando estuvieran llenas. Esa enfermera iba a necesitar los brazos fuertes de varias personas para llevar todo eso hasta su coche… si es que al final se lo llevaba.

Esperaba en verdad que lo hiciera.

Había trabajado en decenas de centros de salud, y jamás encontré un despacho como el de aquella enfermera. Paredes empapeladas con fotografías a las que le había dado demasiado sol antaño, y otras en las que se veían los rostros cada vez más arrugados, pero siempre sonrientes. Había paneles de corcho repartidos donde no había un mueble al que entorpeciera el acceso, llenos de recuerdos de felicitaciones navideñas, invitaciones a bodas y bautizos, incluso varias comuniones. Había fotos de pacientes abrazando pacientes, y pacientes abrazándola a ella.

Tenía también una enorme estantería llena de plaquitas doradas sobre madera labrada, agradeciendo el buen hacer de la profesional que aquel día se jubilaba. Eran difíciles de limpiar las malditas filigranas que tenían, y el óxido se había instalado en ellas por más que me esforzaba en sacarles brillo. Las letras, en algunas de esas placas, habían perdido el color, y había que esforzarse mucho para leer las hendiduras doradas que eran el único testimonio del agradecimiento que se quiso plasmar, ya fuera por el propio paciente o por su familia cuando éste ya no estuvo presente.

Había también una balda de uno de los muebles atestado de recuerdos de lugares de vacaciones. Esos pacientes, que salieron de la isla y que le compraron una bola de nieve con una ciudad en miniatura dentro como si de la Atlántida se tratara, habían quedado decorando la consulta junto con los ceniceros de barro con las letras pintadas de “Estuve aquí y me acordé de ti”,  y los rosarios de las ancianas devotas que vieron a la Virgen en su altar y quisieron agradecerle a la entrañable enfermera sus desvelos. A ella le dedicaban siempre una oración por la noche, al igual que a todos sus nietos y a las vecinas ingresadas cuyo gato se escuchaba maullar por las noches desde el patio de luces.

Libros en otro estante. Muchos.

¡Y lo mal que se limpia el polvo de los cantos!

Ahora que entro en la consulta sin estar ella como tantas tardes al vaciarse el centro, me quedo en la puerta repasando su vida laboral, dejando vagar la vista por sus recuerdos.

¡Qué mal se limpia todo en esta consulta!

¿Dónde irá a meter todo esto en su casa? Espero que tenga un buen trastero, o la habitación de algún hijo emancipado que pueda servir de museo.

Dejo las cajas sobre su mesa, entre una lámpara de sal traída de vete a saber qué sitio, una decena de cajas de bombones de pacientes que no saben cómo agradecerle mejor tantos años de buen hacer, y varias orquídeas de flamantes flores que pretenden ser eternas como el cariño que todos ellos le profesan. Nadie va a volver a reunir tanto cariño en una habitación tan pequeña.

Tras dejar las cajas me dirijo al corcho que está justo al lado de la puerta. La Loli tiene fotos con casi todos los compañeros con los que ha compartido trabajo. No tengo que buscar mucho, puesto que me conozco la consulta como la palma de mi mano, de tantas veces que le he pasado el plumero y el paño mojado. Entre todas ellas encuentro en la que estamos retratadas las tres. La Loli, La Juana y yo, el día que hacía un año de nuestro último cigarrillo.

Fue La Loli la que pasó el mono con nosotras, y la que tuvo que aguantar nuestra mala leche mientras nos embargaban las ganas de escaparnos por la puerta trasera para encender un cigarrillo a escondidas. Fue ella la que, tras varios años de insistencia, nos convenció de que estábamos feas con un pitillo en la boca.

Y la que nos acompañó durante todo el calvario.

La Loli era todo un elemento. La íbamos a echar mucho de menos en el trabajo. Y a envidiar, como decía La Juana, porque dejaba el pijama blanco con cientos de parches cosidos a mano con los nombres de las ciudades que quería visitar… y que ahora podría, ya que iba a tener tiempo. También tenía una casaca con los nombres de los bebés a los que, en su época de matrona en el hospital, ayudó a traer al mundo. Incluso recordaba una bata a la que había cosido los nombres de las compañeras de promoción que se iban jubilando, y que ella decía que la acompañaban siempre en su buen hacer enfermero.

Imagino que todos sus uniformes, a cada cual más original y significativo, ocuparían ahora un lugar importante en su armario.

Le dejo sobre la mesa, entre tanto bombón y ramo de flores, la cajetilla de tabaco que siempre me quitó de las manos, hace ya muchos años, y que guardo de recuerdo gracias a ella. Se la he rellenado con cigarrillos de chocolate, que sé que adora. Y le he escrito una nota que he pegado sobre el cartel de “Fumar mata”.

“No los chupes, que te pones fea”.

Al cerrar la puerta de la consulta sonrío, pensando en todo el tiempo libre que voy a tener a partir de ahora en el trabajo sin limpiar el polvo de la vida laboral de esa enfermera. Casi tanto… como el que iba a tener La Loli para viajar por esos países de los que sus pacientes le traían bolas de nieve.

Y me apeno por lo mucho que la voy a echar de menos…

Y a envidiar, pero con envidia sana.

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