Capítulo 1

magela La Otra. Historia de la Amante, ¡Quiero leerlo ya!, ¡Quiero leerlo YA! La Otra Comenta

Por tercer día consecutivo las ganas no me acompañaron a la hora de levantarme de la cama. Pero ya era lunes y no me podía permitir el lujo de quedarme entre las sábanas, como había hecho el día anterior, esperando al reparto del pizzero.

La luz se filtraba entre las lamas del estor, invitándome a reaccionar. Lo cierto era que no me había molestado mucho darme cuenta de que había pasado otra noche en blanco, mirando el techo, agradecida por cada coche que pasaba e iluminaba las paredes. Pero los faros se marchaban y volvía a quedarme a oscuras.

No me gustaba sentirme así.

Yo no era así.

¡Malditos fueran los hombres que jugaban con los sentimientos de las mujeres!

Me giré en la cama, poniéndome otra vez la colcha sobre los hombros. Solía dormir desnuda, pero desde aquella horrible confesión me había enfundado un pijama de franela y no me lo había quitado sino para ir al baño. Menos mal que el fin de semana me había ayudado para desconectar de todo.

Un libro en la mesilla de noche y el televisor trasladado desde el salón al dormitorio por toda compañía. Daba gracias por tener una reserva importante de helado de chocolate en el congelador. Era el alimento perfecto para aliviar las penas mientras me tragaba toda la primera temporada de Juego de Tronos con las piernas cruzadas apoyada en el cabecero de la cama. A golpes de espadón esperé olvidarme de todo, y en cada cabeza cortada vi el rostro de mi novio, ahora amante. Aunque tras seis capítulos, y un montón de muertos ensuciando los terrenos del reino, empezó a dejar de ser efectiva la terapia.

Juego de Tronos no lo curaba todo.

Me había pasado el fin de semana enfadada. A pesar de que el primer día había llorado como una tonta por la pérdida de la estabilidad que mi relación ficticia me había proporcionado unos meses atrás, tras la primera noche en vela decidí que lo que quería era descargar mi ira. Debí haberle pegado un guantazo en el interior del coche. Nunca había soportado estar mucho tiempo triste, y preferí cambiar esa sensación por una cólera que sí apaciguaba algo el helado.

El chocolate hizo su efecto, y por supuesto, las cabezas rodando por el suelo, poniéndolo todo perdido de sangre. Menos mal que no me tocaba limpiar a mí el desastre.

Dos días de televisión y libro, amontonando cajas de pizzas en el suelo del dormitorio, con el fregadero lleno de cucharillas de postre y la basura repleta de envases de refrescos de cola y tarrinas de helado.

Menos mal que había llovido todo el fin de semana, y no me había perdido ningún plan interesante con mis amigas…
Bueno, a decir verdad no lo tenía muy claro, ya que había apagado el móvil en cuanto entré por la puerta de casa aquel viernes, con las piernas aún oliendo a semen y a engaño. También había desconectado el teléfono de la pared. El cable solamente volvió a su sitio para hacer el pedido de las pizzas a las horas en las que me entraba hambre.

– ¿No le apetece una ensalada para la noche?-, me había preguntado el pizzero, el mismo que había acudido cinco veces a llevarme mi sustento. El tipo rondaba los treinta, y no supe decir si me lo aconsejó porque se empezaba a preocupar por mi dieta, o porque mi casa quedaba demasiado lejos del local y la lluvia no hacía llevadera la profesión de repartidor de pizzas en moto.

– Lo pensaré-, le dije, temiendo que su plan era que me pidiera la ensalada en el restaurante del local que tenía al lado del portal de casa, y para así librarse de tener que volver a llegar tan lejos de la pizzería por la noche-. Pizza y ensalada me parece un buen plan.

El muchacho me miró muy mal.

Por supuesto, cuando apareció el hambre al anochecer, no encargué la ensalada, aunque sabía que en la pizzería también me habrían preparado algo que llevara lechuga.

Menos mal que no perdía el apetito cuando me disgustaba.

Únicamente con la muerte de mi madre había dejado de comer una semana. Me vi tan débil que me prometí a mí misma que sólo le guardaría ese tipo de luto a mi padre, pero esperaba que pasaran muchos años hasta que eso sucediera.

Un novio no podía cargarse la salud de una mujer, por muy enamorada que una estuviera, y por muy bien que se le diera llevarte a la cama.

¿Por qué, entonces, me resistía a meterme directamente en la ducha, como cada lunes?

Seguro que el agua resbalando por la piel se llevaría el malestar del cuerpo, y una vez en las cañerías del desagüe no me importaría tanto mi ex novio.

¿Ex?

¿Había llegado a romper con él?

Esa idea sí me hizo sentar en la cama. El despertador marcó las siete con sus numeritos rojos, a punto de volver a sonar para instarme a abandonar la calidez de las sábanas. La función snoozer había sido un gran invento.

Había presionado el dichoso botón un par de veces.

El televisor bloqueaba parcialmente el acceso a la puerta del baño. La de salida hacia el pasillo estaba plagada de cajas de cartón con el logotipo del restaurante y restos de las aceitunas que no me había comido. Tenía el consolador ocupando el otro lado de la cama, sobre la almohada. Allí lo había puesto al amanecer del domingo, para rellenar el hueco que la cabeza de mi novio había dejado. Me había resultado gracioso entonces pensar que se le podía sustituir por una simple polla de plástico, y reducirlo a lo que él me había reducido a mí.

A una amante.

Si eso era en lo que mi novio me había transformado, era en lo que yo pensaba transformarlo a él.

No… mi novio no. Mi ex.

Por fin una sensación de inquietud hizo que tuviera ganas de saltar de la cama. Apagué el despertador justo antes de que volviera a sonar, subí la persiana veneciana y dejé entrar la claridad del día en la alcoba. Mi consolador me dio los buenos días, y yo se lo agradecí llevándomelo a los labios, y besando su capullo con toda la intimidad del mundo.

Los pantalones del pijama quedaron a los pies de la cama de un salto, y la camiseta fue a parar un par de metros más lejos, mientras avanzaba hacia el cuarto de baño. Abrí el grifo del agua caliente de la ducha mientras observaba mi aspecto en el espejo. Ojeras importantes, muchos mechones enredados en los cabellos, pero pocas señales más habían dejado las noches en vela en mi cuerpo. Estaba cansada pero me sentía viva. Y el cansancio lo iba a retirar de mi rostro con una buena capa de maquillaje. Del pelo ya me encargaría tras la ducha, o se encargaría la peluquera si veía que merecía la pena una rápida visita antes de mi primera cita de trabajo de aquella mañana.

Me devolví la sonrisa a través del espejo y me metí bajo el grifo de agua caliente. Disfruté de la ducha como si hiciera años que no me daba una. Sentí las gotas golpear mi piel, y esa presión me relajó lo suficiente para que se me fuera de la cabeza atacar el botiquín buscando alguna pastilla que me quitara el dolor de espalda. Aquella misma tarde tenía que volver al gimnasio. La falta de ejercicio no me había sentado nada bien.

Ritual completo. Jabón de spa, mascarilla para el cabello, crema hidratante, una buena capa de maquillaje… Todo para ahuyentar el fin de semana en vela.

La toalla fue a hacerle compañía al pijama en el suelo. Pensé que ese pijama no debía volver al cajón nunca más. Siempre acababa enfundada en él en mis momentos bajos, y no me iba a permitir ni uno más por el momento. Mejor que acabara en el cubo de la basura antes de volver a sentir la necesidad de ponérmelo otro fin de semana.

Cogí un saco grande de basura y fui metiendo todo lo que me podía recordar los días metidos en mi dormitorio. Llevé el televisor a su lugar en el salón, y luego pensé que el pijama debía llevarlo a la parroquia en vez de dejarlo en la basura. Lo metí en el tambor de la lavadora y junto con las prendas de la semana anterior dejé puesto un programa de lavado corto.
La casa volvió a parecer un sitio acogedor donde vivir.

Entré en el vestidor y elegí el conjunto más arrebatadoramente sexy que pude encontrar para el invierno. Arreglé mis cabellos lo suficiente para poder posponer la visita a la peluquería al menos una semana, y elegí complementos escandalosos que indicaran claramente que era la ex de alguien. Necesitaba sentirme atractiva, y que me miraran con deseo.

El reloj despertador no había marcado las ocho cuando me calcé los tacones y recuperé mi móvil. Lo encendí mientras me tomaba un café en la cocina. La fruta se había echado a perder, pero pude comer algo de pan con jamón mientras hacía una lista de la compra mental para aquella semana. Me estaba tomando el último sorbo de café cuando el teléfono cogió cobertura y empezó a descargar todo lo que no había descargado en aquellos dos días.

Se me hizo tremendamente largo esperar a que terminara.

Había más de quinientos mensajes de whatsapp, varios correos electrónicos, recordatorios en mi agenda de los diferentes cumpleaños de las amigas y familia y algunos mensajes de llamadas perdidas.

Y lo que más se repetía era el nombre de mi novio.

Octavio…

– No. Mi novio no. Mi ex…

Me llevé el teléfono a la oreja justo tras marcar su número de teléfono. Tantas veces lo había llamado en aquellos meses que se me hizo enormemente raro pensar que era la última vez que lo hacía. Su voz sonó esperanzada y alegre al descolgar tras el tercer tono. Casi me dieron ganas de susurrarle que necesitaba que fuera a buscarme para arreglarlo.
Cerré los ojos y conté hasta tres, concentrándome en la ira que me había obligado a permanecer todo el fin de semana pegada al televisor viendo la serie más violenta que me pude permitir.

Menos mal que duró la necesidad sólo un instante.

– Olivia… ¡cuánto me alegro de que me hayas llamado! Estaba muy preocupado por ti.

Cogí aire, saboreando su alivio.

– Sabes que eres mi ex, ¿verdad?-, le dije, con el tono más frío que había utilizado en toda mi vida.- Porque yo lo tengo muy claro.

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