Te huelo

Magela Gracia Cartas de mi Puta y Otros Cuentos Eróticos, Otros Relatos Eróticos 1 Comment

  • Puedo olerte…

Llevaba meses pasando delante de su puesto, sin atreverme  a decir absolutamente nada. Imaginé que su fino oído lograría discriminarme entre una persona y otra, aunque no le llegara hasta el punto de saber quién era yo si no me veía. Sabía que era pretencioso y una locura, pero era mi fantasía. El hecho de que fuera capaz de saber quién era yo, o de que le importara siquiera, me hacía estremecer cada vez que pasaba a su lado.

El sonido de mis tacones solía ser bastante llamativo según mis compañeras de trabajo. Decían que se me escuchaba llegar desde lejos cuando enfilaba por el pasillo de la oficina. Mi seña de identidad, por así decirlo. Incluso una, a la que visitaba muy a menudo, me decía que sabía si caminaba enfadada o contenta dependiendo de lo fuerte que sonaran las pisadas.

Allí, en la calle, con el ruido del tráfico de fondo y el resto de los viandantes dando voces en la acera, mis tacones tenían que pasar bastante desapercibidos.

Era guapo. Rozando la cuarentena. Bien vestido.

¿He dicho ya que era guapo?

No sé por qué me había imaginado que los invidentes no eran de cuidar su aspecto. Tal vez el hecho de que no tuvieran la facilidad para verse frente a un espejo me había creado ese prejuicio. Si no puedes saber si la gente se arregla o no, ¿para qué arreglarse uno? Pero aquel tipo iba siempre bien afeitado, con la camisa impecablemente planchada y, dependiendo de la época del año, con un blazer oscuro que le sentaba de vicio.

Tenía ese aire a Daredevil que me mataba.

Vale, mejor dicho… me excitaba.

Gafas oscuras para ocultar sus ojos. Si los llevaba abiertos o cerrados nunca lo había investigado. Pasaba siempre con prisas delante de su pequeño stand junto a la entrada del edificio de oficinas. A primera hora llevaba mi sempiterno café en la mano, mientras que con la otra trataba de conseguir que los papeles que no había sido capaz de guardar antes de llegar a mi parada del metro no se cayeran al suelo. Solía estar serio menos cuando empezabas a acercarte. Lo hacía con todas las mujeres y casi con todos los hombres. No podía negar que me resultaba atractivo y que lo miraba más de lo decorosamente permitido. Muy probablemente, si hubiera podido verme hacerlo no habría llegado tan lejos.

Nunca era tan descarada con nadie.

Pasaba muy cerca de él, casi hasta el punto de ir a rozarlo. Más de una vez lo había intentado pero la estructura de su puesto no me facilitaba el acceso. A la hora del almuerzo bajaba con mis compañeras y me paraba a observarlo mientras ellas se fumaban el cigarrillo de después del café. Más de una vez me habían preguntado si no me iba a atrever a decirle nada y les había sonreído por toda respuesta.

No me veía pidiéndole su número de teléfono a un desconocido.

  • Puedes empezar por preguntarle cómo se llama.

No llevaba anillo en el dedo… pero eso no significaba gran cosa.

En una ocasión me permití la licencia de comprarle un número de lotería. Tartamudeé al hacerlo, como una estúpida colegiala enamorada. Quise pedirle un boleto que terminara en dos pero lo que salió de mi boca fue tan patético que había tratado de olvidar la frase con una buena cogorza esa misma noche. Incluso pensé en la hipnosis para borrar la vergüenza que había sentido.

Fue la única vez que nuestras manos se rozaron.

Yo, entregándole el dinero. Él, dándome el papel donde estaba impreso el número con el que iba a probar suerte esa noche.

Pero estaba claro que lo que quería probar… era otra cosa.

Me vi lamiendo esos dedos justo antes de llevarle la mano a mi entrepierna, para que la estimulara hasta conducirme al orgasmo, estallando bajo su tacto.

Piel curtida aunque no demasiado. Imagino que para evitar perder la sensibilidad en las yemas de los dedos, tan importante para un ciego, tenía que cuidárselas mucho.

Olía bien, aunque no precisamente a perfume. En alguna parte había leído que los invidentes evitaban también las colonias porque suplían la vista con el resto de los sentidos y si ya llevaban en su ropa alguno que podía camuflar lo que les llegaba de fuera les dificultaba el hecho de relacionarse con el mundo exterior a través de la nariz. Cosas que se encontraban en Internet cuando buscabas en Google “cómo conquistar a un ciego”.

Todas lo hemos buscado alguna vez. Seguro.

Pero olía bien. O yo me quería engañar convenciéndome de ello.

Debía de estar casado. Iba siempre demasiado perfecto como para que nadie se estuviera preocupando por él a la hora de darle el visto bueno para salir a la calle. Otro prejuicio, lo sé, ya que implicaba que no era lo suficientemente válido para hacerlo solo. Pero no me lo imaginaba con la rutina de un invidente por la mañana, moviéndose con agilidad por su casa, sin absolutamente nada fuera de su sitio para poder manejarse de forma independiente. Siempre me venía a la mente una mujer sentada sobre él a horcajadas, desnudos los dos, mientras lo afeitaba con mimo. La mayoría de las veces esa escena acababa con un miembro erecto entre ambos, empecinado en empezar bien la mañana. Fantaseaba con ser yo la que le pasaba la hojilla por el mentón cuadrado mientras él aferraba con ambas manos las redondeces de mis nalgas, le elegía la camisa, poniéndola sobre su torso desnudo, para luego pedirle que regresara pronto a casa porque quería ser yo la que le desabrochara todos esos botones y lamer la piel que me esperaba debajo.

Colocarle el flequillo sobre las gafas de pasta negra.

Dejar que me devoraran esos labios…

Había permitido que, como fantasía, se instalara en mi imaginario mientras separaba las piernas por la noche, bajo las sábanas, y llevaba mis dedos a mi entrepierna. Pensaba que tenía que ser cuidadoso hasta el extremo cuando follaba con una mujer. Cada caricia la imaginaba como única, descubriendo mi aspecto a través de las yemas de sus dedos. Cada embestida… brutal y deliciosa, como si pudiéramos morir cualquiera de los dos después de quedar encajado entre mis piernas.

Follar con la luz apagada porque tenerla encendida no nos diera mejores expectativas…

Llevaba meses pasando a su lado y era la primera vez que me dirigía la palabra. No había escuchado su voz, tampoco. Podría haber sido también mudo que no me hubiera importado.

<<No, mentira. En mis fantasías siempre me hablaba.>>

  • Cómetela, nena -me decía, con voz grave y varonil-. Necesito estar metido entre tus labios.

Obsceno. Pervertido. Exigente.

  • Gime, preciosa. No puedo verte gozar… pero me ayuda oírte hacerlo. Así sé que te gusta lo que hago.

Estremecerme bajo la presión que ejercía su cuerpo pegado al mío. Sudar contra su piel, estallar por lo que sentía compartiendo la intimidad de la oscuridad de nuestro cuarto.

Mi olor…

Esas palabras se entremezclaron en mi cabeza cuando lo escuché dirigirse por primera vez a mí, con voz suave y segura. No se parecía a la que usaba para masturbarme por la noche, cuando me inventaba sus palabras, pero probablemente tampoco follaría como me imaginaba.

Mis fantasías eran sólo mías. A nadie le importaban.

Ni siquiera a él.

  • ¿Perdona? -le pregunté, excusándome por no entender a qué podía referirse. Si era a que sabía que era yo por mi colonia empezaría a creer que un poco a Daredevil sí que se parecía-. ¿Me hablabas a mí?

Por toda respuesta giró la cabeza y me dedicó una seductora sonrisa. Como si pudiera estar viéndome recorrió mi cuerpo, levantando la cabeza hasta sentir que clavaba sus ojos en los míos. Era imposible, pero me hizo creer que me tenía grabada en sus retinas.

Se me escapó un gemido.

A él… otro.

  • Normalmente hueles bien. Coco Madmoiselle, si no me equivoco. Sueles ponerlo en el hueco de detrás de las rodillas. Ahí te huelo mejor, porque las gotas que pones en el cuello me quedan más lejos.

Abrí un poco la boca y me llevé la mano a la piel donde se suponía que había puesto el perfume. Extrañamente, ese día me había quedado dormida y con las prisas no lo había hecho.

  • No has comprado café. Con leche y azúcar moreno. Es del Starbacks de la esquina, porque llegas aquí con él caliente.

Vale, se estaba riendo de mí. No podía saber que tomaba el café con leche y azúcar, salvo…

  • Se lo has escuchado decir alguna vez a mis compañeras -le solté, recordando que muchas veces, allí mismo, les pedía que fueran a comprarme uno porque tenía una reunión importante y no podía demorarme.

Sonrió y me tranquilizó saber que no tenía superpoderes. Me llevé la lengua a los labios y los recorrí con ella, mientras me quedaba con la imagen de sus rasgos rectos y elegantes. Cruzó los dedos de ambas manos debajo de su mentón y apoyó la cabeza.

  • Hoy vas con tiempo y no traes café…
  • Voy con tiempo porque no he comprado el café -lo corregí, mirando la hora en mi reloj-. ¿Y eso es lo que te ha gustado de mi olor?

Sin perfume, sin café, en hora entrando al edificio de oficinas en el que otras cien mujeres dejarían su estela al pasar por la puerta… ¿De verdad podía distinguirme de entre todas ellas cuando jamás me había atrevido a dedicarle un simple <<hola>>?

Muy mal por mi parte, ahora que lo pensaba…

  • No, lo que me gusta hoy en especial es que llevas las bragas mojadas.

Se me terminó de abrir la boca como si me acabara de llevar el primer premio en uno de esos boletos que vendía. Miré a mi alrededor por si alguien podía haberlo escuchado. No dejaba de estar en un ambiente laboral y que sugiriera que estaba excitada podía no ser del todo producente. A más de uno de los directivos se le podía ir la mano para tratar de descubrir si lo que sugería el ciego vendedor de lotería de la secretaria de la cuarta planta era verdad.

Hombres…

  • ¿Cómo demonios puedes saber eso?

Otra vez me mostró esa curvatura en los labios tan sexy. Me habría perdido en esa sonrisa si no llega a ser porque estaba cohibida y delante de la puerta de mi trabajo, a punto de llegar tarde. No podía permitirme ciertas licencias… aunque él parecía que sí se daba ese lujo.

  • Llevo en esta silla sentado el mismo tiempo que tú entrando por esa puerta. Normalmente me cuesta más porque llevas el perfume y porque el café interfiere, pero hoy estás claramente excitada.
  • ¿Y no te da vergüenza decirle eso a una desconocida?

Sonrió, sabiendo que me resultaba arrebatadora esa sonrisa. ¿Cómo lo sabía? Era un misterio. Ojalá hubiera estado preparada para una conversación parecida, pero ni en mis mejores sueños eróticos alguien me abordaba de esa forma para decirme que olía a mujer excitada.

  • No eres una desconocida –me dijo, sentándose recto en la silla y abriéndose el blazer. Mis ojos, muy niños, se escaparon a la zona de su bragueta y descubrí que la tela estaba abultada y tirante allí donde habían querido estar siempre mis manos, mi boca y mi entrepierna empapada. Esa que podía oler ese hombre-. Pasas conmigo más horas de las que tienes conocimiento… pero no te habías enterado hasta ahora.

Comments 1

  1. Iris Yissel

    Magela como todo lo que escribes cada vez más excitante y estupendo. Me encanta tus historias, quiero saber más de este relato me super encantó. Lo viví y lo sentí como si fuera la protagonista

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