Un virus

Magela Gracia Deja que te cuide... con palabras, La Pluma de Magela Gracia Comenta

Relato premiado en el concurso de Narrativa y cuento corto del CELP. 2018

 

Pero no estás aquí por eso -le dice la psiquiatra, levantando la vista de los papeles
que tiene sobre los muslos.
-¿Importa de lo que hable?
La que divaga en el sofá, con un cojín puesto sobre su regazo para abrazar cuando le
hace falta, se llama Sofía. Es enfermera desde hace veinte años y, hasta hace un par de
meses, amaba su
por las noches porque la perseguían las pesadillas, no lograba comer porque cualquier
cosa le revolvía el estómago y, por descontado, lo de acercarse a su puesto de trabajo se
le antojaba imposible.
Era la primera vez, en todas las sesiones que llevaban, que Sofía decía algo en referencia
al suceso. La psiquiatra lo apuntó en sus papeles y rodeó la palabra ramas como si le
pareciera muy importante.
-Hoy vamos a hablar de ello. De tu amiga, de Lucía.
-Está muerta. No hay más que hablar -zanjó la otra, irritada-. Quiso acabar con su
vida y lo hizo. ¿Por qué tenemos que hablar de ella?
-Porque a ti no te deja seguir con la tuya.
-Ya me pondré bien. Estoy con un virus.
Esa era la excusa que llevaba esgrimiendo la enfermera desde que entró en la consulta
de la psiquiatra. En verdad, estaba de baja por un cuadro de ansiedad post traumático,
pero ella le decía a todo el mundo que era un virus de estómago. Si no llega a ser porque
no tenía pareja, habría pensado que estaba embarazada por las náuseas que tenía y el
malestar que no se le quitaba. El insomnio… era otra cosa.
-¿Un virus que te hace tener pesadillas con tu compañera muerta, diciéndote que la
ayudes?
-Hay virus muy raros -suelta ella, y se pone nuevamente a llorar.
-¿Por qué piensas que podías haberla ayudado más?
-No podía -se defiende ella, secándose las lágrimas con la manga-. Su marido la
destrozó en el juicio. Le quitó la custodia de los niños, la casa… todo. ¿Qué podía
haber hecho yo? Le ofrecí mi casa para quedarse, pero creo que ni me escuchaba
cuando le hablaba.
-¿Igual que tú ahora con el resto de personas que te rodean?
-No lo entiendes…
-Pues explícame, entonces, porque has venido quince veces y no hemos avanzado
nada. Te pones a hablar de lo que te sienta mal cuando, de que las sábanas de la
cama te molestan y de que no te puedes acercar a los árboles. Vives recluida en
casa…
La psiquiatra sabe que esas cosas sí se las ha contado al médico que le hace los partes
de baja… por ese supuesto virus, pero nunca ha sido capaz de decirle a ella que no
puede comer carne o cualquier plato que lleve tomate porque le recuerda a las heridas
abiertas de Lucía, allá en el suelo del aparcamiento del hospital, donde quedó su cuerpo
tras despedirse de ella y lanzarse por la ventana del piso undécimo del hospital. Tampoco
le dice no puede olvidar como algunas ramas se le clavaron al cuerpo y que quedó como
un puercoespín, llena de astillas, atravesando su uniforme ensangrentado. No es capaz
de comentarle que no puede usar sábanas porque recuerda el instante en el que
cubrieron su cuerpo tras certificar su muerte, para que los curiosos dejaran de mirarla.
Sofía bajó los once pisos corriendo. Llegó a la planta baja sin zuecos, sin aliento y
desquiciada. En todos sus años de profesión había visto cosas horribles en el servicio de
urgencias pero jamás se había tenido que enfrentar a algo semejante. Una ventana vacía.
Abierta y vacía.
Temblando, había dado los pasos que la separaban de esa ventana. Puede que cuatro.
Temblando, había mirado hacia abajo, asomando la cabeza, como si no diera crédito a lo
que había pasado. Esperando ver a su compañera de fatigas sujeta al alféizar, picándole
un ojo, como si todo fuera una broma de mal gusto. Pero estaba abajo, en el asfalto,
rodeada de sangre.
Todo eso sí que se lo había contado, una única vez, a su médico. Después no habían
vuelto a hablar del tema. A ella no le había contado del suceso ni media palabra en mes y
medio.
-La supervisora me mandó a casa. No me dejó subir a la planta -dijo de pronto, para
asombro de la psiquiatra-. Dijo que me pasé dos horas sentada en el bordillo,
mirando la mancha de sangre. Luego… creo que la limpiaron. No contestaba a
nadie. Llamaron a un taxi. No estaba para conducir.
En la mente, la enfermera no deja de ver la misma imagen. Llora cada vez que se da
cuenta de ello. Algunas veces, incluso, siente miedo, mucho miedo. Lucía era una
enfermera feliz hasta que su marido, de familia pudiente, decidió irse con otra mujer y
usar a los mejores abogados del país para conseguir desacreditarla como madre. ¿En
qué momento se truncaba una vida? ¿Antes o después de saltar por una maldita
ventana?
La imagen que no consigue apartar de la cabeza es siempre la misma. Uno de los zuecos
de Lucía, que quedó olvidado debajo de uno de los coches del aparcamiento. Manchado.
fue a recogerlo para que no se quedara allí… pero no pudo tocarlo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *