Siempre nos parábamos bajo la misma farola. De forja negra, oxidada en algunos puntos, con uno de los cuatro cristales hecho añicos por alguna piedra malintencionada…
Conocía las sombras que dibujaba en tu rostro, y tú conocías bien las que dibujaba en el mío. Aprendimos a seguir los senderos de esas luces y sombras con la yema de los dedos, acariciando líneas que a poco que uno se moviera nos mostraba un rostro nuevo.
A fuerza de besar la piel de tu cara descubrí que me gustaba más hacerlo en tu lado oscuro…
Siempre nos parábamos bajo la misma farola, a la entrada de mi casa.