Mi media naranja

Llevaba casi cinco años sin verlo. Alto, apuesto, elegante… Lo recordaba tal y como lo veía ahora, con ese cabello revuelto como si fuera efecto de la brisa que ahora nos acariciaba la piel a ambos.

Pero ambos sabíamos que estaba así porque le encantaba pasarse la mano por los cabellos, revolverlos, provocarme con ello. Y a mí me encantaba que lo hiciera, exactamente igual que cuando salíamos juntos.

Cabellos revueltos, como cuando yo se los desordenaba, en nuestras interminables sesiones de sexo.

Era el hombre con el que había compartido casi diez años de mi vida. El destino, y la mala leche de los dos fuera de la compenetración que teníamos entre las sábanas, hizo que la relación no prosperara, y que cada uno decidiera retomar su vida por separado. Ahora, la casualidad, el destino, o alguna bruja malvada que había estado jugando a remover una marmita ennegrecida por el fuego, habían conseguido que sus ojos volvieran a cruzarse con los míos, y que sus manos revolvieran sus cabellos, provocando la necesidad de hacer lo mismo.

Le llevé los dedos hasta la cabeza, y aferré con fuerza aquello que en otro tiempo me perteneció.

Al hacerlo, a mi mente regresaron las escenas con las que me dormía por las noches, y que me llevaban nuevamente a regresar a casa por las noches, aun sabiendo que la relación fuera de la cama no funcionaba. Embestidas rápidas, saliva caliente recorriendo senderos desde la punta de los dedos de los pies a las yemas de los de las manos, palabras sucias mientras mi cuerpo se retorcía bajo el peso del suyo. Fueron visiones rápidas, superpuestas unas a otras, mientras cerraba la mano sobre su pelo y me entraban unas ganas locas de tirar de su cabeza para llevarme sus labios a la boca.

Pero el tiempo había pasado entre nosotros.

Demasiados días haciéndonos daño por las mañanas tratando de compensarlo luego con las noches. Demasiados años sin saber el uno del otro, sin importarnos otra cosa que no fuera a qué sabía el producto de nuestro orgasmo, a qué sonaban nuestras voces en los gemidos del clímax, o cómo se desfiguraban nuestros rostros en el momento justo en el que no importaba nada más que sentir el placer que nos prodigábamos el uno al otro.

El tiempo había pasado, pero no el deseo.

Tiré de sus cabellos y no me importó si estaba o no casado. Acerqué su boca a la mía y ni pensé en que podía rechazarme al hacerlo. Me elevé sobre mis tacones para hacer parte del camino con mi cuerpo en vez de atraerlo simplemente a él hasta mí, y cuando lo tuve tan cerca que respiré su aliento me sorprendí parando el avance. Él había entreabierto los labios, pero no había acudido a mi encuentro. Simplemente… se había dejado llevar por mí.

En otra época habría sido él quién habría aferrado mi cabello para guiar mi cabeza hasta su boca. Habría usado la otra mano para ir desnudándome apresuradamente para que nuestras discusiones quedaran a un lado, apartadas de la mente, mientras dábamos paso al calor que nos empeñábamos en despertar el uno en el cuerpo del otro. En aquellos años me habría guiado casi a rastras a nuestra cama, para despojarme a la desesperada de las prendas que le molestaban y tener acceso a las partes del cuerpo que le enloquecían.

Si la falda quedaba en la cadera poco le importaba. Lo que quería era la visión de mis nalgas en el momento de su primera embestida teniéndome a mí a cuatro patas sobre el cobertor que nos arropaba por las noches… sin darnos el calor que necesitábamos por la falta de contacto tras el sexo. Si el sostén quedaba de cualquier forma arremolinado sobre el cuello le valía igual, porque lo que pretendía era poder torturar mis pechos con sus dedos rudos y hoscos, única prueba de que en otro tiempo lo había pasado mal y la elegancia la había ido adquiriendo con el paso de los años. Si las bragas acababan desgarradas nos recreábamos con el sonido de la tela al romperse.

Pero allí, al lado del mar, con la brisa rodeando nuestros cuerpos y el sonido de las olas al chocar contra la rompiente, aquel hombre no me había buscado con la misma intensidad con la que yo lo había necesitado.

Aparté mi rostro, disgustada por el rechazo. Comprendí que cinco años eran muchos, y que la distancia había provocado que no sintiera nada más por mí que la apacible simpatía que había provocado que en sus labios se dibujara una sonrisa al reconocerme en la avenida. Yo, sin embargo, había sentido mi piel arder en el mismo momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos. Mi cuerpo había reaccionado como antaño, mojando mi entrepierna y ruborizando mis mejillas. El corazón se había acelerado, y mi mente había olvidado que tenía pareja desde hacía unos meses, que las cosas iban entre nosotros de forma correcta y apacible, y que en una hora había quedado para almorzar con él cerca de mi casa.

Relación correcta y apacible. ¡No me reconocí al pensar que me conformaba con una relación meramente cordial!

Aquello era exactamente lo que había hecho que mi ser necesitara a aquel extraño conocido. Tras esos años habíamos llegado a ser solamente eso, pero la intimidad que compartimos no se podía borrar de un plumazo simplemente porque yo quisiera empeñarme en ello. Si él lo había conseguido no llegaba a entender cómo lo había hecho, pero para mí, ese extraño era la persona a la que había podido tanto amar como odiar al extremo, desearlo sin límite, incluso más allá de la ruptura. Era mi media naranja, aunque los bordes se hubieran estropeado tanto que ya las dos mitades fueran imposible de encajar para crear algo redondo.

Nos habíamos secado…

O, al menos, yo lo había hecho, metafóricamente hablando. Porque, con él, siempre había andado muy mojada.

A él lo vi entero, jugoso, rabiosamente colorido. Daba igual que hubieran aparecido ciertas arrugas en su semblante, y que alguna cana decorara ahora el negro azabache de sus cabellos. Lo percibí joven, alegre y morboso como antes, y que yo no estuviera a su lado había provocado que su rictus de disgusto, ese que recordaba después de nuestras discusiones y antes de nuestras sonoras reconciliaciones llamándonos cabrón y puta al mismo tiempo, revolcándonos en la cama, desapareciera. Ahora, en vez de disgusto veía alegría, y en vez de enfado precedido de deseo veía satisfacción en muchas más facetas de las que yo le había conocido nunca.

Lo vi feliz…

Era feliz sin mí.

Casi me entraron ganas de llorar porque me había superado, y yo seguía anclada en el pasado compartido. Pero me negué a derramar una lágrima más después de tantos años. Las que tuve que beberme, tras nuestra separación, habían sido tan amargas que habían secado mis ojos y enturbiado el sabor que tenía en la boca, producto de sus besos llenos de deseo.

No lo había superado, y me dolió como un puñetazo en el estómago.

Le solté los cabellos y puse distancia entre nuestros cuerpos. Él, que simplemente se había limitado a entreabrir la boca para que pudiera degustarle la lengua como antaño, dibujó una pícara sonrisa que me transportó a sus brazos, el día en el que nos habíamos conocido.

Seguía siendo mi novio, mi pareja, mi amante.

Aunque él no se sintiera así, siempre sería mío. Eso no me lo podía arrebatar alejándose de mi lado, por más que entendiera que había sido necesario poner tierra de por medio para no acabar destruyéndonos el uno al otro.

– Me alegra verte tan estupendo…
– Me entristece que no me hayas dado ese beso.

Y así, sin darme cuenta, no llegué a la cita que tenía para almorzar aquella misma tarde. Me perdí en los ojos de alguien que hacía falta que se alejara de mi vida para poder volver a encontrarlo.

Porque, a veces, las personas sí son media naranja… pero hace falta que el tiempo pase para que los bordes dejen de encajar, y cada uno sea capaz de dar jugo por separado. Yo descubrí que el tiempo alejada de él me había beneficiado, pero sólo tras volver a perderme entre sus embestidas vivaces, sus besos con dientes mordiendo los labios, y su polla arrancándome gemidos empotrada contra el cobertor de la cama… Ese, que por la mañana sí dio calor a nuestros cuerpos, porque, por una vez, despertamos abrazados.

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Magela Gracia

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