Capítulo 2

magela Aunque sea su hermano..., Su Hermano, ¡Quiero leerlo YA! Su Hermano Comenta

Segunda parte.
La polla en la que nunca debí fijarme

 

 

 

Por suerte no había dejado que mi enamoramiento fugaz e infantil por Víctor me obsesionara en el instituto.

<<Salvo en el “incidente”. No obvies ese momento, que fuiste muy patética.>>

Terminé el instituto, Víctor se alejó de casa para disfrutar del verano y todo quedó en eso, “un incidente” que no iba a lograr olvidar por más que me dijera que no había pasado. Pero había pasado, justo el día en el que yo cumplía los dieciocho años.

Y luego, en la universidad, después de que mis compañeras empezaran a hablarme y a preguntarme sobre la polla de Víctor, volvieron a revolverme el estómago las mismas emociones que hacía un año. Tampoco me había fijado en la verga de los otros chicos, ni de mi edad ni de la del hermano de mi amiga.

Podía decirse que era un poco mojigata.

Probablemente esa era la palabra que a todos les aparecía en la cabeza cuando pensaban en mí, pero había muchas otras que también encajaban a la perfección. Y el hecho de que siendo mayor de edad no hubiera tenido nunca algún tipo de escarceo sexual con ninguno de mis compañeros de clase o chicos del barrio donde vivía era extrañísimo para todos.

Menos para mis padres. Para ellos seguía siendo la pequeña e indefensa Bea. Tal vez Víctor me veía de la misma manera. Al fin y al cabo era mi niñera.

Y por seguir haciendo una lista con las palabras que me calificaban, indudablemente, había que nombrar que era resignada.

Me faltaban, seguramente, muchos años antes de conseguir probar una polla tirando a normalita, ya no digamos una de las características que le atribuían mis amigas a la de Víctor.

Seguía llamándolas amigas…

Resignada, sí, y realista.

Tercera característica.

Una polla del montón, para empezar…

Nunca había sido del grupo de las chicas guapas de clase, ni siquiera se podría decir que fuera resultona. Normal sí, y hasta con un poco de aspecto de niña tonta. Tal vez era la mejor forma de describirme, vergonzosa y tímida, del montón. La niña apocada y falta de estilo que se ponía colorada cuando un chico le miraba las tetas. Supongo que en eso había influido la falta de la presencia de mi madre en mi vida. Ella seguía viéndome como a su niña pequeña, la que llevaba al parque para que se balanceara en el columpio sin que le llegaran los pies al suelo.

Y me compraba la ropa como tal.

Me trataba como si no cumpliera años —tal vez incluso porque nunca tenían demasiado tiempo para celebrarlos— y nunca me dio una charla de esas que se le dan a una hija cuando se supone que empieza a tener la edad peligrosa en la que comienzan las relaciones sexuales.

Fuera cual fuese ese momento ideal para tener ese tipo de conversaciones.

Mi madre no lo vio venir, y yo tampoco.

Dos días antes tenía a mi mejor amiga al otro lado del país, a su hermano como única figura adulta en casa y a mis padres trabajando día y noche para sacar el negocio adelante y poder pagar la hipoteca todos los meses. A nadie se le ocurrió que tal vez a mí se me iban a despertar las hormonas tarde o temprano. O me las iban a despertar mis amigas al nombrar de forma tan pecaminosa la polla de Víctor.

Y había sido, más bien, tirando a tarde.

Pero habían explotado en vez de empezar a hervir a fuego lento.

Yo no había espabilado en el instituto a pesar de que me fijé todo lo que pude en cómo se comportaban las otras chicas. Al no tener una madre que se diera cuenta de que tal vez las braguitas de “Hello Kitie” ya no eran apropiadas para mí, me vi sin ser capaz de medirme con las chicas de mi clase.

Luego me enamoré de Víctor de forma completamente inesperada, y se me ponía la sonrisilla de tonta cada vez que lo miraba.

Hasta que me di el trompazo el día del “incidente”.

Luego se me quitaron las ganas de mirarlo.

Cuando estuve a punto de cumplir los dieciocho mis padres por fin se dieron cuenta de que algo no encajaba en mi imagen y se permitieron un derroche sin precedentes en lo que concernía a mi vestuario. Y, aunque había tratado de seguir la corriente que habían impuesto el resto de las compañeras en el instituto y vestía, me peinaba y me maquillaba como ellas, era tarde y no fue suficiente. En las fotos de grupo parecía siempre que no pertenecía a la misma edad que el resto. La imagen de la orla era patética y rogaba para que todos mis compañeros se olvidaran de que hubo una vez una alumna que se llamó Bea y que cursó un par de años en la misma clase que ellos.

Aunque dudaba de que fueran a poder recordarme por algo, ya que apenas hablaba en clase. Y sólo había salido una vez con un chico.

Yo era del montón, y me lo repetía todas las mañanas. Cuando mis mañanas eran todas iguales y no temía tanto a que llegaran los viernes.

Era todo lo contrario que Laura y su hermano, el maravilloso Víctor, terminando Arquitectura después de tantos años de intensos estudios. Con ellos parecía que se habían alineado los astros. Conmigo, sin embargo, recién cumplidos los dieciocho, no se habían esforzado nada.

Más bien, habían hecho que se me estampara una estrella en la cara y me dejara con gesto de susto.

Víctor me sacaba diez años, aunque parecían muchos más por el porte que tenía. Era normal que mis amigas de instituto lo miraran —igual que había hecho yo, con ojos soñadores y rostro bobalicón— y tenía que reconocer que era hasta normal que lo hicieran.

Al final se me fueron los ojos a los suyos, a su sonrisa seductora y a su cuerpo deliciosamente esculpido. ¡Cómo para no hacerlo! ¡Si parecía un puñetero modelo!

La naturaleza de mí se olvidó el día que mis padres decidieron que necesitaban una hija, pero a él le cogió cariño desde el principio, en el seno de una familia tan poco acomodada como la nuestra. Recuerdo a Laura sonriendo en las fotografías que nos hacían nuestros padres cuando éramos unas niñas, mientras que yo siempre salía con la mirada atravesada y una mueca de disgusto en los labios. Víctor era igual. Siempre quedaba bien en las fotos de final de curso, en las de Navidad y hasta en las de la Primera Comunión, en las que todos salíamos con cara de lelos. Laura era una chica bastante mona, y aunque no la había visto en el último año salvo por Skype suponía que no habría cambiado al empezar la universidad.

A ella se la rifaban los chicos.

Yo, al lado de su hermano, era la criaturilla asustadiza y anodina en la que nadie reparaba. No era fea pero tampoco había nada en mí que llamara especialmente la atención. Sin embargo, su sonrisa encandilaba a todas las ancianitas amigas de mi abuela cuando me llevaba a la residencia para que la viera, mientras que ella les tenía que recordar a todas que la niña que estaba al lado de Víctor era su nieta, y no el chico que me acompañaba y hacía de niñera.

Llevaba una eternidad ejerciendo ese papel conmigo.

Los mismos que llevaba estudiando Arquitectura.

En verdad, casi no podía recordar mi vida antes de que pasáramos a ser cuatro en vez de tres, o mejor dicho, a ser él y yo en vez de mis padres solamente conmigo.

Porque mis padres habían aprovechado la ocasión que les brindaba el tener a alguien en quien confiar en casa y habían cedido la responsabilidad de cuidarme. De criarme. De hacer de mí una mujer.

Los míos habían hecho un gran favor a los padres de Laura y Víctor al acoger a su hijo en los años de carrera universitaria. Llevaba viviendo con nosotros una buena temporada, ya que no podían costearse un piso sin que él trabajara para pagarlo a la vez que estudiaba, y tanto sus padres como los míos no pensaban permitir que ese niño que ya era todo un hombre pasara penalidades para sacar una carrera. La facultad de nuestra ciudad era mil veces mejor que la de la suya, según nos había explicado Víctor en su momento, y aunque era muy complicado conseguir una plaza en sus aulas el hermano de Laura era un buen estudiante y no tuvo problemas para hacerse con la nota necesaria.

Aún recordaba la conversación de los adultos, cuando yo ni rozaba la adolescencia, una tarde de verano cerca de la playa, tras el almuerzo.

  • No se hable más —había sentenciado mi padre—. Víctor se viene a casa con nosotros. El cuarto de la plancha se puede transformar en su dormitorio.
  • Además, pasamos tanto tiempo fuera que seguro que a Bea le viene bien tener algo de compañía durante el día. Estoy convencida de que Víctor será una buena influencia para ella. Siempre quiso tener un hermano mayor.

Quien dice un hermano dice tener a alguien con quien hablar en casa, pero no quise corregir a mi madre, que tan ilusionada estaba con la idea de acoger al “pequeño” Víctor —aunque no fuera ya tan pequeño— bajo su protección.

Víctor me miró aquella tarde con cara de pocos amigos, intuyendo lo que se le venía encima al trasladarse a vivir con nosotros. Al final había entendido que tendría que ejercer de cuidador más tardes de las que le iba a apetecer, y eso, cuando acababa de cumplir la mayoría de edad, no era un panorama nada agradable para un estudiante universitario.

Yo apenas contaba con ocho años.

Yo apenas si sabía manejarme sola en casa sin provocar un incendio.

Estaba disgustado, pero peor era la opción de trabajar de camarero por las noches para poder costearse una residencia en la que mal dormir para sacarse el título universitario.

Y así se vino a vivir con nosotros al llegar Septiembre. Se trajo una pequeña maleta, una buena colección de libros y a partir de entonces los trastos de la plancha fueron a parar a la cocina.

Aunque al final nadie planchaba tampoco en casa. No había tiempo para ese tipo de cosas.

Tampoco se hacía buen uso de los fogones.

Por suerte, mientras estuve en el colegio, ninguna de mis amigas me sugirió que Víctor era el hombre de sus sueños. Imagino que a esa edad no se les ocurrió pensar en lo bueno que estaba o en lo mucho que les gustaría desnudarlo…

…Como tampoco se me ocurrió a mí en el instituto.

Al inicio de mi andadura en secundaria —ni al final tampoco— yo no me fijaba en sus atributos físicos; no se me iban los ojos ni a su paquete ni a su culo. Lo veía como supongo que se ve a un hermano, y cómo mucho sentía cierta envidia de que fuera tan perfecto, si es que una mujer podía envidiar el atractivo del género masculino. Había conseguido llevarme muy bien con él, aunque no había sido una tarea fácil, y estaba orgullosa de tener un amigo tan responsable y cariñoso conmigo. Luego llegó el último curso y me enamoré. Todo cambió.

Pero nuestra relación no siempre fue maravillosa.

Imagino que las peleas que tuvimos al principio fueron causadas por la diferencia de edad y la diferencia también de sexo. Aunque nos conocíamos de toda la vida no era lo mismo que, de pronto, fuéramos a compartir mucho más que el asiento de atrás del coche de mi padre. Diez años eran muchos años, y tener que hacerse responsable de mi como si de pronto una antigua novia hubiera llegado a su puerta conmigo de la mano para informarle de que era mi padre y tenía que encargarse de cuidarme no tuvo que ser un trago agradable.

Ni para él ni para mí.

Las ausencias de mis progenitores no nos lo pusieron muy fácil.

Creo que no fue hasta que llegué al instituto que la cosa se suavizó. Víctor dejó de considerarme una mocosa y empezó a tratarme como a la adolescente que tenía delante. Supongo que él también maduró y asumió que se le había encomendado la tarea de cuidarme, para bien o para mal, y que no iba a mejorar la cosa aunque se resistiera. Cuanto antes se adaptara a que ese era el precio que tenía que pagar para librarse de trabajar a destajo por un sueldo base y lograr terminar sus estudios mejor para todos, y por fin un día lo comprendió.

Y yo también con él…

Quedaron atrás las peleas y asumió un rol de hermano que hizo que por fin reinara la paz en casa. Y mis padres se relajaron aún más.

Sí, llegó a ser verdaderamente un buen amigo, tanto como lo era su hermana. La diferencia de edad no se impuso a partir de ese momento, y Víctor asumió un papel protector que consiguió que, llegados a ese punto, me volviera a sentir muy a gusto en casa. Al final había ganado un hermano.

Como había anunciado mi madre.

No por nada lo conocía desde que tenía uso de razón, y aunque el haber estado separados luego en su época del instituto cuando sus padres se mudaron había hecho que sintiera cierto pudor al iniciar la convivencia, el enorme parecido que guardaba con mi mejor y única amiga era tan grande que el sentimiento que le profesaba a ella se extrapoló sin reservas hacia su hermano. Todos suspiraron aliviados, incluso él lo hizo.

Se convirtió en mi mejor amigo.

Dejé de echar de menos no tener una confidente a la que comentarle todo lo que me rondaba por la cabeza a la salida de clase.

Dejé de comportarme como una niña maleducada cuando estaba él delante.

Dejó de comportarse como el adolescente malencarado que no pensaba asumir responsabilidades.

Y todo fluyó…

Fueron unos años maravillosos para ambos. Él consiguió compaginar sus estudios con mis horarios de clases en el instituto y se empeñó en que no me viera nunca sola. Supongo que ese cambio de actitud se produjo al ver que de pronto yo trataba de encajar en el nuevo ambiente en el que me había tocado lidiar y desentonaba más que un elefante en una cacharrería. Se apiadó de mi torpeza, de mi falta de carisma y de lo infantil que parecía al lado de mis otras compañeras de catorce años.

Eso, o que mis padres y los suyos le dijeron que si no lograba llevarse bien conmigo la convivencia tendría que romperse, ya que nos habíamos pasado los últimos años discutiendo como el perro y el gato.

Como dos hermanos.

Y el instituto dio paso a la universidad y él estaba a punto de acabar sus estudios mientras que yo volvía a estar perdida en un ambiente que era nuevamente hostil. La universidad era un nido de víboras y todavía no había empezado a comprobarlo.

Pero seguía siendo mi hermano, y eso me reconfortaba.

El “incidente” había quedado atrás antes de empezar la universidad aunque era cierto que algo se había roto entre nosotros. Se distanció un poco, lo justo para que yo me diera cuenta de que no era accesible y él se percatara de que yo no era la mocosa a la que había casi criado.

Pero tantas veces me lo pusieron delante mis compañeras —esas a las que llamaba a la fuerza amigas— con sus ojos lascivos y palabras obscenas, que acabé cayendo.

Acabé mirándolo… como lo veían ellas.

Y ellas lo miraban mucho…

Y lo deseaban más.

Supe que se masturbaban pensando en Víctor; supe que se lo follarían si tuvieran la más mínima oportunidad. Estaban salidas; cosa de las hormonas y la efervescencia de la adolescencia, aunque pasada la mayoría de edad imagino que esas emociones no eran tan nuevas para ellas. Para mí sí, claro está, que yo aún tenía en los cajones de mi ropero braguitas con dibujos infantiles. Lo de descubrir que alguien podía estar tan obsesionado con el sexo contrario me abrió los ojos y me hizo darme cuenta de que tal vez no estaba viviendo en la edad que me correspondía.

Víctor las volvía locas.

Tanto como a mí me había enfurecido cuando se trasladó a vivir con nosotros.

Y el hermano de Laura, además de estar muy, pero que muy bueno, era un buen partido. Arquitecto en breve y con buenos contactos para colocarse en un interesante puesto de trabajo en cuanto tuviera el título en las manos. Ya casi tenía el contrato firmado. ¿Qué más podía necesitar una universitaria para fijarse en un chico?

Pero Víctor no era un chico, ya era todo un hombre. Que nosotras tuviéramos la mayoría de edad no nos convertía en mujeres. Al menos a mí. Era mayor, y con eso supongo que les bastaba. También lo de que tuviera coche ayudaba a que se sintieran intensamente atraídas, ya que ninguna tenía independencia en el medio de transporte. Y eso, a nuestra edad, parecía ser muy importante. Pero, claro está, también me di cuenta mucho después, ya que daba por descontado que mi medio de transporte era él y no necesitaba nada más para llevar mi vida tranquila y pacífica de hija y estudiante modelo.

Nunca me planteé buscar novio para ser independiente.

Mis padres y los suyos se habían dejado un buen dinero en regalarle un coche hacía un par de años, y Víctor era tan perfeccionista y metódico que lo mantenía como el primer día. Incluso había llegado a decir que olía igual que el día en que se lo pusieron en la puerta de casa.

Y desde ese momento ninguno de los dos tuvo que volver a coger un autobús. Además de mi niñera, Víctor se convirtió en mi chofer.

Imaginaba que mis amigas se veían, las muy cerdas, follándoselo en el asiento delantero, sacando la cabeza por la ventanilla del pasajero y ofreciéndole el culo mientras él las ensartaba con fuerza desde el otro lado, agarrado a sus caderas.

Ocupando ese asiento en el que yo me sentaba cuando Víctor era el encargado de llevarme de un lado a otro, a expensas de unos progenitores que no tuvieron tiempo para hacerlo. Había supuesto que por eso a mis padres les había dolido mucho menos el hecho de pagar el precio del coche, a todas luces, superior a lo que se podían permitir sin recortar en el presupuesto de las vacaciones de verano.

En verdad, y ahora que lo pienso, ese año no tuvimos vacaciones.

Les venía bien que alguien se encargara de llevarme y traerme cuando ellos no podían hacerse cargo. Es decir, casi siempre.

Pero al menos habían ganado en tranquilidad. Ellos podían seguir sacando su negocio adelante y yo ganaba un chofer que se encargaba de que a mí no me pasara nada en el trayecto entre el instituto y nuestra casa. De pronto el autobús era el invento más maquiavélico que había puesto el hombre sobre la tierra y podía ser considerado casi pecado que yo pretendiera desplazarme en un vehículo tan poco civilizado.

También podía decirse que consiguieron que no me relacionara con nadie salvo con Víctor. Tras muchos años de soledad sin conseguir congeniar con nadie salvo con Laura que me llevara tan bien con su hermano era toda una lotería para ellos. Lo de que me llevara y me recogiera en todas partes no ayudaba a que mis compañeros me encontraran una chica normal, ya que todos volvían a casa en autobús o en tren, lo hacían juntos y charlaban y bromeaban para olvidar el mal trago de las clases y los exámenes. Nunca pude disfrutar de esos momentos. Yo era la chica que tenía niñera, y que estaba muy buena.

  • Muy bueno, Víctor lo que está es muy bueno.

Mis padres, tratando de hacer que se ocupara siempre de mí, también parecían haberse empeñado en ponerme a Víctor delante… aunque de otra forma. Como mis amigas.

Y el coche vino a ser una excusa más para que mis compañeras de instituto lo desearan, aunque yo no lo supiera. Sólo cuando fui universitaria entendí que mi asiento al lado de Víctor era uno de los lugares más codiciados del campus.

Habrían pagado millones por ocupar mi sitio.

Me habrían matado si eso les hubiera proporcionado una oportunidad para ocupar el asiento que yo me preocupaba por no manchar todos los días. Exactamente desde que mis viernes se habían convertido en un infierno. Exactamente desde que mis amigas habían nombrado la polla de Víctor.

Mis amigas siempre estaban fantaseando.

Yo también lo hacía.

Al final, había acabado pecando.

No recuerdo cuál fue el momento exacto en el que a mi mente vino su imagen perfecta al desnudarse sólo para mis deseos. Su primera mirada lasciva que pude llamar mía, su primera caricia o su primer beso. Sólo sé que simplemente pasó en mi cabeza, y que una fantasía llevó a la otra y de pronto ya me lo follaba el cualquier parte y a cualquier hora.

Se convirtió en enfermizo, igual que para ellas.

Me lo imaginaba montándomelo con él en su puñetero coche, donde tantas veces me había sentado para que me llevara, primero al instituto y después a la facultad. Antes de que él se fuera a sus clases. Antes de que mis amigas me dijeran que tenía una suerte enorme por poder espiarlo en casa.

Fantaseaba. Y mucho.

Lo hacía estando él delante o ausente, en la intimidad de mi cama o mientras lo acompañaba en el coche. Más de una vez temí dejar la marca de mi excitación mojando la tapicería del asiento, ya que las faldas que solía llevar puestas no eran precisamente largas. Algo había que potenciar de mi físico, aunque fuera vistiendo como el resto de mis amigas.

Sí, como una puta. Con la falda tan corta que a poco que se nos cayera el bolígrafo al suelo teníamos a cinco alumnos detrás haciendo fotografías con el teléfono móvil para luego compartirlas en sus grupos de whatsapp. La tecnología había hecho mucho daño a la tierna adolescencia.

Menos mal que mi padre no me veía salir de casa con aquella ropa.

Y menos mal que Víctor sólo había hecho un par de comentarios al respecto del largo de mi falda cuando empecé a usarlas tan cortas.

  • Escuché anoche al hombre del tiempo decir que iba a hacer frío esta mañana, pero creo que tú vas a pasar más que el resto de los habitantes de la cuidad.
  • Menos mal que tu coche tiene calefacción para que no se me pongan los pelos de punta.
  • Ya llevas los pelos de punta. Creo que para eso llegamos tarde.

Lo que no fui capaz de responderle era que estaban así porque pensaba demasiadas veces en él, y no precisamente con ropa puesta.

Allí, sentada en el asiento del acompañante, viéndolo cambiar las marchas, mientras hablaba con sus amigas por el manos libres, me imaginaba empalada por su polla a un ritmo frenético, como había visto en algunas de las pelis que guardaba en el ordenador de su dormitorio y que yo espiaba las noches que salía de marcha y sabía que no iba a regresar temprano.

Los putos viernes.

También a eso había llegado: a espiarle el ordenador, y hasta el ropero.

Si… Deseaba a Víctor, aunque fuera el hermano de mi mejor amiga de la infancia. De mi única amiga, en verdad.

Hacía meses que lo deseaba…

Los besos que le imaginé dándome antes del “incidente” dieron paso pronto a las acometidas salvajes, a los desgarrones en la ropa y a las embestidas bruscas que había visto en las películas porno. Me salté la parte romántica del asunto cuando me metieron por los ojos su polla, y en vez de descubrirme nuevamente enamorada en la universidad de un hombre mayor, me encontré encaprichada con su polla, con el hecho de desear separar mis piernas para que él tomara posiciones entre ellas y me mostrara lo que llevaba tantos años perdiéndome.

Sin preliminares.

Como si nos faltara tiempo.

Me masturbaba pensando en él. En su polla, o especificando, en su polla jodiéndome el coño de forma bestial.

Ojala hubiera surgido de otra forma, o con menos intensidad. Pero no podía controlar lo que de pronto, de la noche a la mañana, se había apoderado de mí. Lo deseaba sin más, y no conseguía ni me apetecía apartarlo de mi cabeza. Era demasiado excitante como para no dejarme llevar y disfrutar de él, aunque sólo fuera en mi mente.

Ojalá me hubiera vuelto a enamorar de él, pero el espantón que me había llevado la primera vez me había dejado sin ganas de enamorarme de él para los restos. Así que, como sabía que me consideraba una mocosa, en vez de pensar en él en forma de novio lo imaginaba en forma de amante.

Y para follar no era importante la diferencia de edad. ¿O sí?

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